En su sentido más aristotélico, una obra de teatro inicia con un relativo orden que algo o alguien se encarga de romper, de transgredir. Entonces sucede el conflicto y con ello, la disputa entre los personajes y la sucesión de situaciones que han de llevar a su resolución – sea trágica, feliz o todo lo contrario-. Eso mismo sucede con la historia del teatro mismo.

Al relativo orden que hay en los procesos teatrales desde que el texto es escrito hasta que finaliza su temporada, de vez en vez hay dramaturgos que llegan a romper con lo que hasta entonces estaba establecido y proponen un cambio rotundo en las reglas del drama, cimbrando las estructuras teatrales y dando paso a un nuevo orden que ya vendrá alguien más a romper, a transgredir.

En nuestra Cartelera de Teatro hay tres notables ejemplos -dos ya estrenados y uno por estrenar- de lo que significan sus dramaturgos en cuanto a la alteración del cotidiano teatral de su época.

El teatro de Estados Unidos en el Siglo XX tuvo su punto más alto en los autores del “realismo norteamericano”, que inició en la década de los treinta con Eugene O’Neill (autor del Largo viaje del día hacia la noche) y siguió en los cuarenta con Tennessee Williams (Un tranvía llamado deseo) y Arthur Miller (La muerte de un viajante) –Edward Albee surgió años después, ya hacia la década de los sesenta-. Los tres irrumpieron con tanta fuerza en la escena norteamericana que hoy en día sus obras son genuinos y retadores clásicos.

Es el caso de All my sons, que Miller estrenó en 1947 logrando un completo éxito de crítica y público gracias a la visión de Miller sobre las relaciones entre padres e hijos, afectadas por un hecho histórico como la entonces recién concluida Segunda Guerra Mundial.

Su segunda obra escenificada le dio a Miller el pase directo al olimpo de la dramaturgia universal. Y, aunque el impacto de Death of a salesman es aún mayor dentro de la cultura teatral y popular norteamericana, Todos eran mis hijos destaca por criticar el sueño americano y las consecuencias del capitalismo de forma tan feroz que provocó que el autor fuera interrogado por el Comité de Actividades Anti-Estadounidenses durante la célebre “cacería de brujas” de los años cincuenta.

En su estreno en Nueva York en 1947, la obra fue dirigida por Elia Kazan. En México, la obra fue estrenada hasta 1958 por Seki Sano, con Virginia Manzano y José Elías Moreno, padre en los personajes protagónicos de Joe y Kate Keller, los padres de familia que ocultan un secreto fundamental. En 2010 la obra tuvo una reposición importante, bajo la dirección de Francisco Franco y con Fernando Luján y Diana Bracho como protagonistas. En Nueva York y Londres se ha escenificado en varias ocasiones, siendo las más recientes las protagonizadas por Annette Benning y Tracy Letts en Broadway y por Sally Field y Bill Pullman en el West End.

Actualmente, Todos eran mis hijos se presenta en un montaje íntimo en el Foro La Gruta del Centro Cultural Helénico gracias a la traducción y dirección de Diego del Río, con su padre, Pepe del Río y Arcelia Ramírez encabezando el reparto. El director aprovecha que, aunque lejos quedó ya la Segunda Guerra Mundial, muy cercano está el clima de violencia que se expande cada vez más y más en nuestro país, el cual es incapaz de dejar indemne a alguien, haya o no vivido alguna situación relacionada. Con esta puesta en escena, Del Río continúa su propuesta de trabajo hacia un teatro de cámara -que inició al principio de su carrera con Tribus y retomó en el reciente montaje de Los humanos-, buscando más la mancuerna con una compañía que con una productora teatral.

Siguiendo la estela de los norteamericanos, los británicos dejaron de lado las vanguardias del absurdo, del expresionismo y el existencialismo para meterse de lleno al realismo y, desde allí, criticar la marcada diferencia de clases de la Inglaterra de la década de los cincuenta. Casi diez años después que Miller cimbrara al público estadounidense, en 1956 John Osborne hizo lo propio con el respetable inglés al presentarle, Look back in anger, una obra que hablaba de lo que realmente estaba sucediendo en las casas de la clase obrera de Gran Bretaña: un descontento brutal, una ira creciente que se apoderaba de los jóvenes.

El enojo de los personajes era el enojo de sus autores y, por ello, a esa generación de dramaturgos y narradores se le conoce como la de los “angry young men”, los “jóvenes iracundos”. Aunque autores como Harold Pinter y Arnold Wesker entran con alguna de sus obras en esta etiqueta, lo cierto es que en el terreno del teatro el más notable hasta nuestros días es Osborne.

El estreno de la obra en Londres generó críticas diversas y, aunque es considerado un clásico del teatro británico del Siglo XX, no ha tenido tantas reposiciones como se esperaría. En Nueva York se estrenó en 1957 y en México en 1958, con el título Rencor del pasado, bajo la dirección de Xavier Rojas, el director que más se adentró en los terrenos del realismo, aderezándolo con el formato de teatro círculo o teatro arena que permite el Teatro El Granero.

En la década de los ochenta en Londres, la actriz Judi Dench dirigió la obra, con Kenneth Branagh y Emma Thompson, mientras que en el México de los noventa la dramaturga y directora Carmina Narro la escenificó bajo el título Recordando con ira.

Tres décadas después, los jóvenes iracundos regresan a un México en el que sería bueno saber qué tan enojados, felices o indiferentes están los jóvenes. Bajo la dirección de Enrique Singer y Tanya Selmen, el texto de Osborne ha vuelto como Generación amarga, en la traducción de Alfredo Michel Modenessi, con Ela Velden y José Ángel Bichir como protagonistas.

Con este montaje, además de poner sobre la mesa las nuevas formas de abordar – y, sobre todo, contrarrestar- asuntos como el machismo y la violencia hacia la mujer, el productor Jean Bernard continúa su propuesta de presentar clásicos del siglo XX como ya sucedió con A puerta cerrada y La gata sobre el tejado caliente.

Varias décadas después del estreno de Look back in anger, ya en el nuevo siglo y en nuestra propia lengua, si alguien ha sido transgresor de las reglas al llevar un concepto propio de la narrativa hacia el teatro y llevarlo por los más distintos escenarios del mundo, ese es Sergio Blanco, el dramaturgo uruguayo afincado en Francia que a través de la autoficción se ha permitido lanzar una crítica descarnada sobre el instinto, el erotismo y la intimidad, entre temas que ha explorado en obras tan elogiadas como Tebas Land, La ira de Narciso y Kassandra, que han tenido afortunados montajes en varias ciudades del mundo y en nuestro país.

Próximamente Teatro UNAM presentará Barbarie, texto que el autor escribió en 2009 y estrenó en 2010. A diferencia de las obras que de él conocemos, ésta involucra a varios personajes que están en disputa debido a que han naufragado y deben sobrevivir a como dé lugar.

Ésta es una oportunidad para conocer al Sergio Blanco anterior a las autoficciones pero siempre interesado en poner el dedo en la llaga a través de frases punzantes que surgen de un juego de inteligencias que no da tregua. Luis Eduardo Yee, quien ya dirigió el monólogo Kassandra, dirige para la ocasión a todo un ensamble actoral.

Sofía Sylwin, Francia Castañeda, Paula Watson, Emiliano Ulloa, Hamlet Ramírez, Ricardo Rodríguez y Pablo Marín, quienes ya se han reunido en escena en ocasiones anteriores -por ejemplo, en la exitosa Manada, versión de Las tres hermanas de Chéjov-, serán los bárbaros que estarán sobre el escenario dispuestos a demostrar porqué Sergio Blanco está considerado como uno de los principales dramaturgos de lengua española.

Y por qué aún en un formato más convencional, Blanco es capaz de romper, como sus predecesores Miller y Osborne, las reglas del juego para proponer nuevas a fin de que, más temprano que tarde, sean transgredidas por alguien más. De eso se trata el teatro. Para eso están las reglas en este juego de la escena.

Por Enrique Saavedra, Fotos: Wikipedia, MUBI y Dramatologia

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