Tras la tormenta que acaba de enloquecer al octogenario Rey de Bretaña, éste se refugia en una vieja cabaña e invita a su Bufón a que le acompañe. Antes de entrar, el gracioso se pone en cuclillas y, desde ahí, lanza una profecía, divertida y enigmática. Al concluir, el también octogenario sirviente se pone de pie y corre a seguir a su amo, mientras un acorde de violoncello y un oscuro indican que ha concluido el primero de los dos actos en que se divide el montaje de El Rey Lear de la Compañía Nacional de Teatro, en 2005.

En esa breve escena final, el público mira azorado al personaje y, a su salida, le ofrece un generoso aplauso, en reconocimiento a la actriz que lo interpreta. A sus 72 años de edad, Ana Ofelia Murguía, sobre el escenario, hace gala de energía, elasticidad y, al igual que el Bufón, de sabiduría y encanto. Al final de la obra, cuando Claudio Obregón (QEPD), intérprete de Lear, recoge su aplauso, invita a la actriz a compartirlo con él. Los aplausos para el rey ya no fueron para el bufón, sino para la reina.

Ana Ofelia Murguía (Ciudad de México, 1933) pisó el escenario profesional por primera vez en 1956, bajo la dirección de su amado maestro Seki Sano, el gran renovador del sistema actoral en nuestro país y apenas dos días antes de que las actividades se suspendieran por la pandemia de COVID-19, la actriz fue el centro del montaje Memoria que Paula Zelaya y Diego del Río construyeron para homenajearla a ella y a otros tres actores fundamentales, tristemente ya fallecidos: Marta Aura, Adriana Roel y Ricardo Blume.

A lo largo de 64 años, Ana Ofelia edificó una de las trayectorias más importantes de nuestro teatro, la cual ha tenido justos reconocimientos cuyo culmen fue la entrega de la Medalla Ingmar Bergman que la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la Cátedra Bergman de Cine y Teatro, le confirió el miércoles 25 de abril de este 2023, a sus 89 años de edad.

Fue gracias a la obra A ocho columnas que Salvador Novo presentaba en el Teatro de la Capilla que Ana Ofelia cortó de tajo sus dudas sobre su orientación vocacional y decidió estudiar teatro en la Academia Andrés Soler, la cual no estaba satisfaciendo sus expectativas, hasta que entró a la clase del director y docente Seki Sano -que únicamente ese año dio clases en dicha escuela-, con quien de inmediato trabó una relación maestro – alumna única.

Sano la invitó a seguir su formación en la Escuela de Teatro de Bellas Artes y le dio su primera oportunidad profesional en Prueba de fuego de Arthur Miller -mejor conocida como Las brujas de Salem– protagonizada por Ignacio López Tarso. Desde entonces, muchos han sido los directores que se han beneficiado con la presencia de la actriz, pero hasta hoy, ella sigue reconociendo la de Sano como su más fuerte influencia teatral.

Divertida, recuerda que en sus inicios tuvo la oportunidad de participar en un tipo de teatro muy distinto al que le es ubicable, con los hermanos Soler y las hermanas Blanch, con concha de apuntador y textos destinados a complacer al gran público. Empero, reconoce que esa fue también una enseñanza importante, pues le hizo entender las formas en que prefería expresarse dentro del teatro. El mejor ejemplo de ello, su participación hacia el final del movimiento Poesía en Voz Alta, en el espectáculo con textos de Quevedo y Elena Garro dirigido por Héctor Mendoza y en el montaje de José Luis Ibáñez de Asesinato en la catedral de T.S. Eliot.

En esos años, los sesenta, con Mendoza también colaboró en Terror y miserias del Tercer Reich de Bertolt Brecht, A ninguna de las tres de Fernando Calderón, El relojero de Córdoba de Emilio Carballido y el espectáculo con poesía de Santa Teresa de Jesús Tolerancia del universo.

Fue dirigida también por Carlos Fernández, Fernando Wagner, Peter Kleinschmelt, Soledad Ruiz, Nancy Cárdenas y Óscar Chávez, cuando éste era uno de los más promisorios talentos del teatro.

Con Juan Ibáñez participó en el mítico montaje del Marat – Sade de Peter Weiss de 1968 y fue parte del reparto de El rey se muere de Alejandro Jodorowski. En octubre de ese año, la actriz ensayaba Retablo de la lujuria de Valle Inclán, dirigida por José Estrada.

No obstante, de esa época, la experiencia que más la marcó fue la invitación que le hicieron para ser parte del Conjunto Dramático Nacional de Cuba, en la que interpretó a la Julieta de Shakespeare bajo la dirección del prestigiado director checo Otomar Krejcha, lo que constituye uno de los puntos más altos para la trayectoria, la ideología y la vida de la actriz.

Aunque fueron varios los directores con los que siguió colaborando como, por ejemplo, un primer acercamiento con Ludwik Margules en su Ricardo III, el encuentro que consolidó el trabajo teatral de la actriz fue el que tuvo con Manuel Montoro, director español que, tras dirigir la Comedia Francesa en París, se afincó en México, entre Xalapa y el Distrito Federal.

En Veracruz, convirtió a Ana Ofelia en la Mariana Pineda de García Lorca, en un montaje en el que también participó una muy joven y talentosa actriz llamada María Rojo, quien desde entonces se convertiría en una de las amigas y colaboradoras más cercanas de Murguía.

El encuentro con Montoro, que se extendió a la Ciudad de México, tuvo frutos riquísimos. Al lado de actores como Claudio Obregón, Salvador Sanchez y Mabel Martín, fue parte de una época de lujo para nuestro teatro, gracias a las propuestas que Montoro presentó tanto en su Teatro Milán como en otros recintos.

Entre los años setenta y ochenta, Ana Ofelia colaboró con Montoro en El cambio de Paul Claudel, Viejos tiempos de Harold Pinter, No se sabe cómo de Luigi Pirandello, Fuentevaqueros con textos de García Lorca, Los acreedores de Strindberg, Sacco y Vanzetti de Roli y Vicenzoni, El malentendido de Albert Camus, Medea de Eurípides y Los últimos de Máximo Gorki.

La actriz no tardó en hacer suyo el estilo de rigor y meticulosidad por el que Montoro fue -para bien y para mal- reconocido. Gracias al entendimiento con el director, la actriz se alejó de lo que parecía un estilo mecánico de actuar y se internó en las profundidades de cada personaje, gracias a lo cual llegó a derramar alguna lágrima mientras decía el exquisito texto de Pinter.

Por cierto, que el de Viejos tiempos es uno de los casos más curiosos de nuestro teatro: se presentó únicamente por dos semanas en el Teatro de la Danza y la temporada tuvo que cerrar por conflictos institucionales. Pero Ana Ofelia recuerda que, al final de la función en que fue a verla, su amigo Héctor Mendoza entró al camerino y, sin más, la abrazó y la cargó en vilo, cosa que el célebre formador de actores no solía hacer. Y la obra, traducida por José Emilio Pacheco, se convirtió en un referente fundamental para la generación de actores como Julieta Egurrola y Arturo Beristáin.

La actriz siempre destacó que el rigor de Manuel Montoro le fue fundamental para entender el rigor de realizadores como Felipe Cazals, Jaime Humberto Hermosillo y Arturo Ripstein. Y es que en los años setenta, cuando Murguía ya era una de las más aplaudidas de la escena, inició su participación en el cine mexicano, con personajes breves, como esa celadora que se quedó en la memoria fílmica de México, en El apando de Felipe Cazals.

Desde entonces, la actriz es una de las figuras más importantes del cine nacional gracias a actuaciones estelares o protagónicas en películas como Las poquianchis, Naufragio, Constelaciones, Ora sí: tenemos que ganar, De muerte natural, Los motivos de Luz, Los confines, Mi querido Tom Mix, El jardín del Edén, La reina de la noche, El anzuelo, De noche vienes, Esmeralda, Su alterza serenísima, Pachito Rex. Me voy, pero no del todo, Párpados azules, Las buenas hierbas, El viaje de la nonna y Señas particulares, además de destacados cortometrajes.

Escenas como aquella en donde pela una papa mientras es interrogada por el asesinato de sus nietos o aquella donde zarandea a su hija, la mismísima Lucha Reyes, son parte de lo mejor del cine nacional. Su importancia en el séptimo arte queda de manifiesto en el libro Ana Ofelia Murguía, Actriz, que el investigador Juan Carlos Vargas publicó, a través de la Universidad de Guadalajara, en 2004.

Curiosamente, a diferencia de otras actrices de su generación o de autonombradas discípulas suyas como la propia María Rojo, Ofelia Medina o Patricia Reyes Spíndola, la televisión no fue un medio relevante para la trayectoria de Murguía. Salvo un par de excepciones, no hay un título televisivo que esté a la altura de su trayectoria o, dicho de otro modo, los proyectos televisivos que se beneficiaron de su presencia no la supieron aprovechar en toda su riqueza. Aunque la actriz no lo necesita, hay que decir que, al igual que otras notables actrices, también ella merecería el reconocimiento del gran público.

Volviendo al teatro, durante y después de su mancuerna con Montoro, la actriz también colaboró con Lola Bravo en La casa en ruinas de María Luisa Ocampo, Rafaél López Miarnau en ¡Manos arriba!, obra que Víctor Hugo Rascón Banda le escribió a María Rojo y a ella, con Luis Martín Solís en El pozo de los mil demonios de Maribel Carrasco y con el dramaturgo y director español José Sanchís Sinisterra en El retablo de Eldorado.

Con Jesusa Rodríguez interpretó Crimen, una adaptación de textos de Marguerite Yourcenar. Con la ahora senadora ensayó una versión de El rey Lear -en la que ella interpretaba al monarca- que resultó controvertida porque, simple y llanamente, nunca se estrenó. Con Héctor Mendoza se reencontró a finales de los años noventa en el divertimento De la naturaleza de los espíritus.

La actividad de la actriz en el nuevo milenio estuvo cobijada por la Compañía Nacional de Teatro, en la que ingresó como Actriz de Número desde su reestructura en 2008 y en la que ha participado en montajes destacados como Ilusiones de Iván Viripaiev dirigida por Mauricio García Lozano y Éramos tres hermanas escrita y dirigida por José Sanchís Sinisterra. En éstas compartió créditos con colegas como Adriana Roél, Ricardo Blume, Farnesio de Bernal, Martha Verduzco y, especialmente, con Martha Aura, con quien a lo largo de su trayectoria compartió el escenario en diversas ocasiones, logrando en los años noventa éxitos teatrales que aún resuenan en el teatro mexicano.

Se conocieron en los años sesenta y, bajo la dirección de Adam Guevara, hicieron mancuerna en Los novios de la Torre Eiffel de Jean Cocteau y en Los títeres de cachiporra de García Lorca.

Años más tarde, ya consolidadas ambas como primeras actrices, hicieron y deshicieron con dos textos entrañables para el público, para la crítica y para ellas mismas: en 1995 interpretaron a madre e hija en el estreno de la comedia de Emilio Carballido, Escrito en el cuerpo de la noche dirigida por Ricardo Ramírez Carnero, en el que mientras Aura interpretaba a una madre madura alocada en su ser y sus decisiones, Murguía encarnó a una abuela sabia y entendedora del proceso de crecimiento de su nieto adolescente. Ambas actuaciones fueron profundamente elogiadas y reconocidas.

De hecho, la relevancia de ese montaje la llevó a una versión cinematográfica creada por Jaime Humberto Hermosillo, quien recurrió a las dos actrices para revivir a sus personajes y, de paso, al contrario de lo que pasaba en el teatro, dejarlas para la posteridad. Al año siguiente, en 1996, nuevamente dirigidas por Ramírez Carnero, interpretaron a dos actrices rivales que se alían para impedir la demolición de un teatro en El cerco de Leningrado de Sanchis Sinisterra. La obra se escenificó en el Centro Cultural del Bosque, justamente cuando había planes para derribarlo y edificar otra cosa ajena a la cultura; la obra y la voz de las actrices contribuyó a frenar tal despropósito.

En el homenaje que le rindió la Cátedra Bergman apenas la semana pasada, la actriz reiteró que se trataba de algo excesivo, entre las risas y aplausos de un público que sabe que ningún homenaje es suficiente para honrar la trayectoria de una actriz fundamental.

Y, claro, que sabe que ese acto de modestia es el mejor ejemplo de la nobleza de la mujer, en total oposición a personajes como la reina filicida Medea o a la psiquiatra Melanie Klein, la doctora que tuvo la osadía de psicoanalizar a su propio hijo y, con ello, causarle la muerte y, para rematar, no acudir al entierro para no encontrarse con su ex-marido.

Si Ana Ofelia es una de las actrices más amadas de nuestro teatro es porque sobre el escenario es capaz de despertar los enconos más profundos, como los que suscitaba esa Señora Klein que, bajo la dirección de Ludwik Margules y en compañía de Margarita Sanz y Delia Casanova, Ana Ofelia convirtió en uno de sus triunfos más fuertes y en un referente para la generación que se inició en el teatro rumbo al nuevo siglo.

Un nuevo siglo en el que Ana Ofelia Murguía sigue vigente. Aunque desde la pandemia de 2020, Ana Ofelia dejó de estar arriba del escenario, sigue subiendo para recoger los premios que merece, como los que reconocieron su trayectoria teatral por parte de los Premios Metropolitanos y los de la Agrupación de Críticos y Periodistas Teatrales, que se suman al Ariel de Oro y al Mayahuel de Plata que ya resguarda desde hace algunos años.

Un nuevo siglo que, dentro del teatro, el cine y la cultura, sigue teniendo a Ana Ofelia Murguía como referente, como guía y como genuina monarca de éstas artes: si, entre las pocas cosas en las que la comunidad del arte, la cultura y el espectáculo puede estar de acuerdo, es que Ana Ofelia Murguía es la reina del teatro mexicano, o al menos, la más sabia y bruja de nuestras grandes actrices y, por ello, no hay más que rendirle pleitesía, callar ante su sabiduría y ovacionar sus hechizos.

Por Enrique Saavedra, Foto: José Jorge Carrión/CNT/INBAL

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