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EL SÍNDROME DUCHAMP: Un universo de títeres y objetos con amor al migrante



Por Alegría Martínez/ Sobre la orilla de un rin de bicicleta se yerguen edificios neoyorquinos en miniatura. Un tornamesa gira continuamente con árboles a escala que traen a la mente Central Park. Un globo terráqueo con taxis amarillos en el Polo Norte, carritos, bicicletas a escala, soldaditos de plástico, guitarras, un vestido de novia que cabe en la mano, una lupa junto a muñecos sentados ante una moneda, una vitrina con macetitas y escoba. Volúmenes de La metamorfosis y El principito del tamaño de un pulgar, y tres mesas sobre puestas, cada una más pequeña que la otra, ante el personaje principal convertido en títere, dan la bienvenida al espectador en el vestíbulo del teatro.

En la ciudad donde la estatua de “La libertad iluminando al mundo” domina el horizonte, Juan construye un universo fantástico para albergar sus sueños. Lejos de su país y en la soledad de su habitación, el hombre que busca una luz, acompañado de su propia sombra, se multiplica en marionetas que reproducen su imagen en diferentes tamaños, devolviéndole así la perspectiva y la dimensión humana que la condición de inmigrante le ha hurtado durante su largo andar por los caminos.

Juan, mexicano que trabaja en Nueva York como conserje y vigilante en un club de comediantes, anhela hallar el camino de la gracia y el chiste que hace reír a un público urgido de buenos ratos, con lo que haría realidad la mentira que le hizo creer a su madre ciega, quien lo imagina como una estrella del stand up en la Gran Manzana.

El síndrome Duchamp, de Antonio Vega, – montaje protagonizado por el también actor, bajo su dirección y la de Ana Graham-, adentra al espectador en un espacio mágico, donde personajes y objetos se agigantan y disminuyen en una metáfora, que entre títeres, proyecciones, imágenes, sonidos y canciones, intercala añoranzas de un país amado, con nuevas vivencias, reales y ficticias, que sustentan su vida en un país distante, al que intenta pertenecer.

Plena de signos que van desde las bolsas de plástico con el corazón rojo y la “I” de “Yo amo Nueva York”, pasando por la característica corona verde de hule espuma con los siete picos que aluden a mares y continentes, un tenis gigante transformado en lámpara, cientos de objetos y una decena de títeres, entre estantes con pirámides de vasos usados de cartón, micrófono con pedestal, monitor, baúl y una cubeta metálica convertida en maceta, entre muchos más elementos, la escena ostenta una mesa, que será parte del breve escenario donde surgen fragmentos de una historia que se transforma.

Juan sobrevive espiritual y anímicamente gracias a su fantasía, sensibilidad, creatividad, talento natural, y a su sed de aprender las lecciones que le da un insecto procaz, así como a su hermandad con Whoo, -un hermoso y delicado personaje-títere que representa a todos los caminantes sin hogar que empujan su carrito de supermercado por las calles neoyorquinas.

El pasillo luminoso por el que transita la pequeña y frágil Whoo, que se abre como una pequeña calle emergente de la oscuridad, el seguidor que huye de Juan como si tuviera vida propia, los espacios oscuros y claros por donde deambula la Sombra, las luces del laboratorio habitado por seres diminutos sobre la mesa, cuyos movimientos se proyectan en un monitor, conforman parte del diseño de iluminación Víctor Zapatero, que aporta, en conjunto con el diseño sonoro y la música original de Sebastián Espinosa Carrasco y Daniel Castillo, la tesitura de una fantasía que se agranda y disminuye entre símbolos que entrelazan la cultura mexicana y la estadounidense.

Como si el espectador estuviera ante un laboratorio de objetos, memorias, realidades y sueños, los títeres en manos de Antonio Vega se desdoblan en su otro yo con distinta estatura, vestidos con el mismo overol gris, manchado de rojo, -quizá el corazón de Nueva York escurrido en su pecho-, con el cabello desordenado y la mirada viva. Cada uno conformando un fragmento de perspectiva sobre sí mismo, ante quien los crea.

El monitor permite ver muñecos sentados sobre un cobrizo centavo de dólar, un paseo nocturno bajo las estrellas y acercamientos a las miniaturas que dan sustento a la historia de Juan, quien viaja de su niñez a su juventud y a una madurez enroscada al juego, al humor, al hallazgo de la risa y a la voz de su madre, reproducida en casets, que -en la amorosa voz de la actriz Concepción Márquez- nunca deja de hablarle.

La sombra de Juan, es interpretada por la actriz María Kemp, que ataviada totalmente de negro, sigue al personaje principal, lo acompaña y complementa, -al tiempo en que manipula en equipo a las distintas presencias de Juan en marioneta-, y a otros personajes y objetos que inciden en la representación de un inmigrante que construye habitantes para mitigar su soledad, rutinas que aspiran a la comicidad y que se adhiere gozosamente a una de las obras creadas por Marcel Duchamp en 1913: “Rueda de bicicleta sobre un taburete”.

Fiel a la concepción de Duchamp -1887-1986-, que elegía objetos de uso cotidiano para descontextualizarlos, transformándolos en arte de manera voluntaria, -como la rueda delantera de una bicicleta que puso sobre un banco de madera con cuatro patas-, Juan readapta esa obra plástica, como lo hace con su vida ante la desesperanza.

Con dirección de Ana Graham, -fundadora y productora artística de la compañía Por Piedad Teatro -, autoría, actuación y dirección de Antonio Vega, el montaje cuenta con el diseño de iluminación de Víctor Zapatero, vestuario de Ana Graham, diseño de espacio, títeres y utilería de Antonio Vega, coreografía de Eleno Guzmán, diseño sonoro y música original de Sebastián Espinosa Carrasco y Daniel Castillo, el montaje cuenta con producción ejecutiva de Mari Carmen Núñez Utrilla. Olivia Barrera es la Stage Manager, Paulina Bringas asistente de dirección, Mónica García asistente de producción, e Itzel Alba, coordinadora de elementos escenográficos.

El síndrome Duchamp es una puesta en escena inteligente, sensible, entrañable y divertida, que construye universos máximos y mínimos, abre espacio a la nostalgia, otorga esperanza a los personajes desplazados, -sean reales, ficticios, humanos o roedores-, y que ante el derrumbe de la ilusión, apuesta por asomarse a otra parte de la propia historia, a ese fragmento de recuerdos antes desdeñado, a la escucha, a mirar pasado y presente con nuevo ánimo y otros ojos.

La obra se presenta de jueves a domingo hasta el 12 de marzo en el Foro Lucerna del Teatro Milán, consulta horarios y precios, aquí.

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Un comentario sobre “EL SÍNDROME DUCHAMP: Un universo de títeres y objetos con amor al migrante

  1. Leer a Alegría Martínez es un poco estar allí presente. Para quienes vivimos en otro estado de la república es una opción maravillosa, leyendo asistir a la función.

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