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PIC-NIC: Poderoso desafío escénico a favor del cese al fuego



Por Alegría Martínez/ Declarado “persona non grata” y encarcelado, con el pretexto de la dedicatoria escrita a un joven admirador, considerada blasfema por el régimen de la España franquista, la obra de Fernando Arrabal, fue prohibida en los años 60 en su país, por abordar temas sexuales, religiosos y en contra de la guerra civil, hasta la muerte del dictador. PIC-NIC, su irónico texto antibélico, escrito, desde la versión cero, en 1952, hasta la final, publicada en 1961, es el reciente estreno de El círculo teatral, donde su contenido, el tono, la estética y el elenco encabezado por Alberto Estrella, David Hevia, Víctor Carpinteiro y Ainé Martelli, redimensionan esta obra la luz de la realidad actual.

Entre las virtudes del montaje se encuentra el retorno de Marta Luna a la dirección teatral con nuevos bríos. Autora de memorables puestas en escena como La fiera del Ajusco de Rascón Banda, El Ritual de la salamandra, de Hugo Argüelles y Exiliados, de James Joyce, entre muchas más, la experiencia de esta directora, aunada a la de actores y actriz, hace de PIC-NIC una invitación irrenunciable a acercarse al texto de Fernando Arrabal, puesto en escena con conocimiento de causa.

El dramaturgo, poeta y cineasta nacido en Manilla, España, en 1932, también autor de obras como El arquitecto y El emperador de Asiria, Bestialidad erótica, y El cementerio de automóviles, -dirigida en México, en 1968 por Julio Castillo con mucho éxito-, así como de Fando y Lis -filmada por Jodorowsky en nuestro país, en 1969- fundó el Movimiento Pánico, en París en 1962, con el director chileno y el actor y pintor francés, Roland Topor.

Inspirado en el Dios Pan, el movimiento Pánico es “una manera de expresión, presidida por la confusión, la memoria, la inteligencia, el humor y el terror”, dijo Arrabal durante una conferencia en Australia, en 1963, y PIC-NIC, utiliza estos elementos para cuestionar la sinrazón de la guerra.

La situación ubica a un soldado, a la espera de recibir y ejecutar órdenes en el campo de batalla, hasta donde llegan su madre y su padre, que viajan alegremente en una Vespa, ataviados con elegancia, para gozar un día de campo al lado de su hijo.

Una especie de zona militar, conformada por módulos de alturas diversas cubiertas con yute, forman parte de la escenografía, que se completa con una mesa y algunos bancos. En la parte superior, al fondo del escenario, se proyectan imágenes grotescas, dibujos y fotografías de seres monstruosos, a ratos estilizados y luego deformes, que aluden al horror artísticamente.

El soldado, interpretado por Alberto Estrella, es un hombre aburrido y desesperado, harto de una soledad que lo agobia y que no se alivia con la llegada de sus progenitores. Un adulto con actitud de niño, que obedece órdenes sin cuestionar y entre sus actividades teje una larga colcha. Un personaje dócil ante las instrucciones de su madre y sumiso frente a su veterano padre.

David Hevia, encarna a ese padre difícil de enfrentar, que el actor construye grácil desde la dualidad de un ave cantarina en vuelo, mientras por otra parte despliega una actitud autoritaria en cuanto la oportunidad aparece. El ex general de caballería que añora las hazañas militares sobre un corcel, paladea la supuesta grandeza de la que se siente dueño.

Víctor Carpinteiro, irrumpe en escena bajo la piel del enemigo con una mirada atónita de inocencia creciente. Un hombre con ropa militar igual a la de su oponente, pero en color claro, -único elemento que distingue a un soldado de otro- siempre dispuesto a negociar incluso en contra de sí, para navegar lo mejor posible ante seres desconocidos. Carpinteiro hace crecer a su personaje entre el azoro y la pena de ser bien recibido por sus impuestos enemigos, hasta crear la confianza de un diálogo en el que ambos soldados coinciden en su necesidad de volver a la rutina, lejos de una guerra que siguen sin comprender, sin importar de qué lado los hayan puesto a pelear.

Por su parte, Ainé Martelli, como la madre, reúne ese atractivo y repelente vaivén de madre protectora, enfática y soñadora, que arropa a su niño crecido, con mimos, órdenes higiénicas y revisión de hábitos. La familia completa parece gozar con los recuerdos de viejas hazañas bélicas paternas y de una convivencia fraternal que se percibe vana.

Érick Jiménez y Monserrat Ponce, en el papel de camilleros en zona de guerra, interrumpen con buen tino, el curso de una situación enredada en un continuo absurdo -por más que Arrabal rechazara el término-, para que la familia y el recién llegado enemigo puedan retomar enseguida su vacua existencia.

Insertos en el caos interno que genera la falta de órdenes y acciones militares, ciertos de su ignorancia sobre quien da instrucciones y de su objetivo, los dos soldados de PIC-NIC se mueven en situaciones extraordinarias, azuzados por la pareja de padres. Los diálogos le restan peso a la muerte, siempre al acecho, entre bombardeos y zozobras que se desvanecen para dejar crecer la añoranza, la emoción por sucesos cotidianos que se han detenido en su memoria hasta volverse deseo de una paz que se ha esfumado.

Personajes de gran corazón, que buscan ayudar al prójimo, educados en extremo para solicitar, agradecer y dar, conforme lo dictan las buenas costumbres, que no obstante son torpes en su proceder festivo, en su lógica liviana de vivir la vida, los padres contagian su ligereza entre barricadas, con su mesa al centro, cubierta con mantel a cuadros, y su canasta de mimbre para PIC-NIC, de la que emergen platos, cubiertas y copas para la ocasión, como si la guerra le añadiera sabor a su existencia.

Hevia, Estrella, Carpinteiro y Martelli proveen de significado a parlamentos que a veces constan de una sola palabra, pausas que interrogan y se abren al abismo. Los soldados deambulan como si su vida pendiera de sus miradas abiertas, instaladas en el pasmo. Personajes que danzan, descubren algo de sí que es nuevo, algo de los demás que recién nace y conviven en la lógica del sinsentido, al que actores y actriz dotan de honestidad para destapar horrores y verdades.

Los personajes son reales, palpables, vivos dentro de una situación que se antoja imposible y aquí reside el brillo de un montaje que revela la atrocidad entre el pasmo que engulle a estos personajes, cuya existencia transcurre, en circunstancias trágicas, como si los bombardeos y la muerte fueran sucesos sin importancia.

Marta Luna contrasta la acción festiva y lúdica que se torna trágica y grotesca en una guerra inútil y continua, que impulsa a dos camilleros a la búsqueda frenética de cuerpos.

Un piano al fondo, del que emergen sonidos y piezas como la de Kurt Weill, a cargo de Alonso Burgos, dota de símbolos sonoros al montaje, en el que a ratos irrumpen las notas de “Volare” de Doménico Modugno, conocida como una oda a la libertad y al amor, o un fragmento de El lago de los cisnes de Chaikovski, cuya danza, interpretada por Estrella, recordará el público durante años.

PIC-NIC, es un montaje divertido que hay que ver, para acercarse a la experiencia de un texto vigente y revelador que desafía actores, actrices, directora, pianista, diseñadores y público, a favor del cese al fuego.

La obra se presenta de viernes a domingo, hasta el 3 de marzo, en El Círculo Teatral, consulta horarios y precios, aquí.

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