Por Alegría Martínez/ Dos muros angulares incluyen compartimentos secretos. Puerta y ventanas se abren como trampillas en plano vertical, desde donde una mujer adinerada, un jovencito asmático, una cocinera y una chica, se asoman como vigías al estatus de su vida. El escenario es una caja de sorpresas, es la provocación para imaginar el interior de una residencia, donde los alimentos gourmet cumplen mucho más que funciones básicas y para evocar el patio de un colegio, donde en este caso, una comida exigua se sirve aderezada con amor y abrazos.
Rosy elabora platillos de alta cocina para que su patrona le pueda allanar el camino político al marido y ambos puedan conservar la holgada posición económica de la que gozan. Rosy guisa también para los estudiantes de una escuela pública donde los recursos apenas alcanzan para agua con pocos frijoles.
El gusto, la felicidad que solo puede irradiar un conocedor y amante del aroma, el sabor y la textura de las combinaciones culinarias, encuentra su lugar en el personaje de Rosy y éste en la actriz Conchi León, que se percibe libre sobre el escenario bajo la piel y el corazón de una mujer que encuentra la vía para dar cauce a su generosidad, por rutas poco ortodoxas, dentro de una sociedad carcomida por una corrupción que se retroalimenta de este delito.
Escrita por la dramaturga brasileña Cecilia Ripoll, Rosy es una obra que mediante situaciones cómicas con rasgos de ternura y alguna escena escatológica, subraya la desigualdad social, el desdén de la clase alta hacia las trabajadoras del hogar, -de las que depende casi totalmente-, la diferencia de criterio, conocimiento y conducta entre infantes criados en distintos estratos sociales y el ampuloso y deshonesto comportamiento de los políticos y las autoridades escolares.
Bajo la acertada dirección de Alejandro Velis, la puesta en escena progresa gozosamente mediante situaciones que conducen a los personajes del asombro al juego, al cuestionamiento y a la determinación, entre cantos y bailes que involucran hip-hop, cumbia y otros géneros musicales, interpretados por un elenco que se adentra a fondo y honestamente en las circunstancias, por más descabelladas que parezcan, trabajo actoral que dota de veracidad la acción como lo exige una obra de esta naturaleza.
Muriel Ricard, en el papel de la patrona Doña Celina, interpreta a una mujer petulante, ambiciosa y falaz revestida de indiferencia, mezcla sutil pocas veces lograda cuando se trata de una ricachona. La actriz, que también representa a una niña exigente y risueña, construye a través de gestos y de un manejo corporal libre y atrabancado, a este personaje opuesto en edad e intereses, al de la señora centrada en sí misma.
Por su parte, Antón Araiza representa al niño Antonio Pedro con esa alta energía que es capaz de producir el actor, -que ha nutrido eficazmente durante años al tierno protagonista de Bambi dientes de leche-, con la diferencia de que en esta oportunidad, su personaje se halla en desventaja ante el personaje femenino presente en escena; pivote que lo conduce del azoro al desencanto, entre nuevas emociones que lo hunden y levantan, en contrapunto con el torbellino imparable que es la niña María Juliana, a cargo de Teté Espinoza.
La actriz -laureada y entrañable protagonista de Wenses y Lala, de Adrián Hernández- crea en Rosy a un personaje arrojado, rebelde, franco y tierno a la vez, en pie de guerra contra las imposiciones que han cercado su vida desde que nació. Espinoza deposita en la mirada, en la sonrisa y en la soltura desafiante de la niña María Juliana, el de todas las chicas que descubren lo que hay al abrirse una puerta.
Juan Cabello y Romani Villicaña, quienes alternan tanto en el personaje del director del colegio, Renato Andrade, como en el del político Carlitos Junior Íñiguez Junior, ubican eficazmente a sus personajes, con distintos rasgos de conducta pero con metas similares, bajo la falsa piel lustrosa de los hombres fatuos que extienden sus redes para embaucar a los demás en su propio beneficio.
El escenario, que oculta la complejidad de su diseño creado por Patricia Gutiérrez, -artista plástica de altos vuelos-, parece el tablero gigante de un juego de mesa, donde la aparición inesperada de personajes provenientes de su actividad cotidiana, oculta al espectador, configura el marco idóneo para una obra divertida, en la que el personaje principal toma medidas extremas para lograr su objetivo, los jóvenes se enfrentan a un drástico cambio de suerte y los villanos encuentran su destino.
El director Alejandro Velis, reunió en esta ocasión un equipo de profesionales, que además de los ya mencionados, incluye a Anabel Ortega en el diseño de vestuario y caracterización, acorde, sencillo y revelador del perfil de cada personaje; Víctor Zapatero en el diseño de iluminación, que conjuga apropiadamente las exigencias de una escenografía que requiere tratamiento especial para cada uno de los espacios y de la luz que de éstos emana.
Así como, Ian Reta en el diseño sonoro, elemento vital en el arrebato musical que acompaña la algarabía juvenil; Azucena Galicia y Alejandra Mada en el apropiado diseño de maquillaje y peinados; Mariana Mora Miranda en la asistencia de dirección; Regina Cárdenas, en la segunda asistencia de dirección y de producción; Moisés León en la asistencia de vestuario; Romanni Villicaña en Letra Arte y huarache; producción de Nocturno Teatro y producción ejecutiva de Juan Cabello.
La obra se presenta de viernes a domingo, hasta el 26 de noviembre en el Foro Lucerna, consulta horarios, precios y descuentos, aquí.
