Por Kerim Martínez/ Debido al éxito obtenido, el musical Siete veces adiós –escrito por Alan Estrada y Salvador Suárez– extiende su temporada y promete quedarse en cartelera al menos hasta principios del próximo año. El público ha logrado conectar con esta obra y no es algo gratuito: sobre el escenario encontramos una apuesta que mezcla calidad, compromiso y talento.

Después de siete años de relación, la costumbre y el tedio han hecho de las suyas y “ella” le pide “un tiempo” a “él” para pensar las cosas. Durante esa pausa, al chico se le ocurre recurrir a los recuerdos de sus mejores momentos juntos con la intención de reavivar la llama y salvar su relación. La chica acepta el reto, él le irá entregando progresivamente siete sobres que incluyen situaciones en las que se vieron involucrados y que ahora, siendo dos personas totalmente diferentes, intentarán recrear con la esperanza de continuar como pareja.

La trama es sencilla y fácilmente podríamos recordar alguna de las anécdotas que aquí nos presentan en películas románticas, obras clásicas o en nuestra vida misma. El amor es el tema al que más recurrimos, el que más nos mueve, el que queremos seguir escuchando una y otra vez, aunque a veces duela un poco. Lo que hace diferente a Siete veces adiós de otras historias es la forma de presentarla, sin grandes complicaciones y con sólo tres personajes en escena: ella, él y Lamore (el amor).

En los musicales convencionales los protagonistas interpretan las canciones y hacen que la historia avance. Aquí cambia la cosa. En escena hay cuatro cantantes (arropados con unos músicos formidables) que acompañan todo el tiempo a los personajes: las canciones se convierten simbólicamente en los pensamientos y sentimientos de “ella” y “él”; existe la sensación de que los personajes pueden escuchar el soundtrack de su vida y así, todo el tiempo reaccionan visceralmente a la música creada por Alan Estrada, Jannette Chao y Vince Miranda.

Hace unos meses Gustavo Egelhaaf (Locos por el té) le entregó la estafeta al actor Pierre Louis (Blue Room) para encarnar a “él”. Sin embargo, Egelhaaf regresa al musical durante unas pocas semanas para compartir escena con Paulette Hernández (Los Humanos). Hay que recordar que al inicio de la temporada Gustavo actuaba con Fernanda Castillo. Egelhaaf y Hernández tienen una química indiscutible (o al menos eso ve el público). Los dos se involucran y en cada escena de la obra, se muestran vulnerables, urgentes, sensibles, entonados y aceptan el riesgo de construir personajes complejos dentro de un melodrama convencional.

Gustavo tiene una gran virtud como actor: cae bien. El público lo adora y en este proyecto se ve más seguro que nunca (se nota su trayectoria) y no hay nada más reconfortante que ver en escena a un actor que disfruta su trabajo. Paulette construye un personaje sólido; como actriz no sólo convence si no que lleva a los espectadores de la mano por una partitura emocional que los pone continuamente en duda sobre las decisiones que podría llegar a tomar.

César Enríquez (Fierce) interpreta a Lamore, el hilo conductor de la trama. Los parlamentos de Lamore son un reflejo de lo que los escritores opinan sobre el tema en cuestión y funcionan como reflexiones para que el público conecte y empatice con los protagonistas. Enríquez tiene una presencia indiscutible y a cada momento logra captar la atención. Afortunadamente también interpreta otros personajes incidentales haciendo gala de su vis cómica.

La escenografía (Jorge Ballina) es armónica y funge como un estudio de grabación con algunas sorpresas visuales durante la representación. Al centro se encuentra una tarima cuadriculada que se convierte en giratoria y todas las acciones importantes suceden ahí. El efecto de movimiento constante hace que veamos a los personajes caminar aparentemente sin rumbo, pero con una sensación de constante búsqueda.

La dirección de Estrada es limpia y sutil y su trazo escénico es impecable. La coreografía de Diego Vega (involucra a los actores, cantantes y en ocasiones también a los músicos) hace que las transiciones sean veloces y así el público no se desconecte ni pestañee.

El texto emplea recursos narratúrgicos que funcionan hábilmente para condensar los siete años de relación de la pareja. Las escenas son cortas y fluyen gracias a los diálogos directos, coloquiales y alejados de las convenciones que marca el género melodrama. Lo anterior es de aplaudirse, el oído lo agradece y se evita que el montaje se llene de situaciones exacerbadas e ilógicas. Hay compromiso por parte de los dramaturgos, sobre todo muchas ganas por contar algo muy humano y sincero.

En dos ocasiones Lamore comenta que esta historia podría ser contada no sólo por “ella y él”, si no por “ella y ella”, “él y él” o “elles”. Sería interesante que, más adelante, la producción tomara el riesgo y se realizaran estas nuevas versiones para comprobar que el cuento puede funcionar igualmente al no plantearlo en una pareja heterosexual (o convencional).

Se sabe que desde hace varias décadas en nuestra cartelera predominan las obras extranjeras. Encontrar una obra musical mexicana con una propuesta interesante, una hechura impecable y voces de concurso (Diego Medel, Mónica Campos, Alba Messa, Andrés Saráchaga) es algo casi inaudito. Siete veces adiós es un producto redondo que vale la pena ver, es una caricia teatral de dos horas de duración que hay que agradecer.

Cabe mencionar que la obra fue ganadora en la categoría de Mejor Obra en el primer periodo de los Premios del Público Cartelera, y el pasado martes se llevó el premio a la experiencia teatral del año en Los Metro.

La obra se presenta de viernes a domingo en el Teatro Ramiro Jiménez hasta el 15 de enero de 2023, consulta horarios y precios, aquí.