Por Saúl Campos/La Señorita Julia, hija del conde, ha bailado con Juan el lacayo y la gente de la fiesta de San Juan ha comenzado a hablar, como lo hacen desde hace unos días que se supo lo de su rompimiento con el prometido; pero a ella no le importa, ella desea bailar con alguien que la guíe.
A pesar de que él ha decidido imponer las barreras necesarias, inspirado por la relación que sostiene con Cristina la cocinera, estar cerca de la Señorita Julia le despierta la misma necesidad de amarla que cuando eran niños. Cuando Julia decida aprovechar la situación y comenzar el juego de la seducción, ambos sabrán que las decisiones tomadas pueden ser irreversibles, quizás trágicas.
El teatro más limpio de América Latina (O sea el Teatro Milán) presenta en su cartelera de miércoles y jueves un clásico de August Strindberg, bajo la traducción de Ileana Villareal y la dirección de Martín Acosta: Señorita Julia. Un cuento sobre la seducción y dominación que encuentra en este montaje el nivel exacto de perversidad para provocar a la audiencia, en medio de una imagen que baila entre un fondo selvático de Frida Kahlo y El Sueño de Henri Rousseau.
Ver teatro dirigido por Martín Acosta es una experiencia similar a un huevo kinder (comentario no patrocinado… Oo sí? *Inserte guiño a Ferrero*), por que de entrada sabemos a qué vamos, pero no sabemos qué sorpresa nos va a dar… más aún: si nos va a gustar. El teatro de Acosta no es de una reacción definida, es movimiento, es yuxtaposición, son contrastes fuertes y metáforas para aventar, es poco complaciente con las intenciones del espectador y sí: es todo lo que Señorita Julia ocupaba.
El texto de Strindberg es un clásico de los riesgos de jugar con fuego, más si eres un piromaníaco y tu compañero de juegos es un tanque de gas. Aquí los personajes principales (Julia y Juan) son dos seres con aspriraciones totalmente lejanas, totalmente juzgables y totalmente entendibles. Ella es un ser desesperado por saberse amada, por sentirse libre. Él por su parte comparte la idea de libertad, pero su desesperación mayor es poder ser alguien, tener un poder social.
Cuando Julia y Juan deciden hacer caso a la fuerza centrípeta es cuando Strindberg explota la sexualidad, el chantaje y la manipulación que todos los seres humanos poseemos y los tiende a la mesa como las armas potenciales que son. Aquí entra en juego Acosta, quien decide liberar todas esas herramientas que el autor le da, en un vaivén de imágenes llenas de una violencia emocional dosificada en partes tan exactas que es inevitable sentir como espectador, que el juego de ambos seres ya nos está involucrando en el proceso.
La escenografía de Natalia Sedano deja el juego claro, metiéndonos en una jungla onírica que quiebra su magia con los elementos mundanos de una cocina, ahí el vestuario de Eloise Kazán se encarga de devolvernos al siglo diecinueve y comenzar el naturalismo que propone el director, que rompe de tajo con dos faunos (incluídos en esta versión, a cargo de dos actores casi gemelos: Abraham Villafaña y Alan Díaz De la Vega) que deciden ser el parteaguas del que Acosta partirá para explicarnos la liberación sexual y dar comienzo al terror psicológico que trae consigo.
Acosta lleva a sus actores principales a sus límites en dos tonos distintos pero complementarios. Lleva la locura y desesperación de Julia, a cargo de Cassandra Cianghuerotti, hasta un punto en el cual la intimidación que provocaba la transforma en un inocente cordero presa de las ambiciones del lobo lacayo, que Rodrigo Virago otorga. Para equilibrar esto, la Cristina de Xóchitl Galindres se coloca como el punto de equilibrio, consciente de sus debilidades, de sus ambiciones, pero siempre ubicada en aquello que verdaderamente puede poseer.
Estos tres actores desarrollan una batalla de supervivencia actoral tan ruda, cruda y precisa que es inevitable tener los ojos encima de ellos para analizar cada ademán, cada gesto que construyen para sus personajes, en medida que la obra avanza van llevándose uno a otro hacia un punto aún más incómodo que hace desear al espectador que algún fauno fuera real y pudiera irrumpir para saliviar la tensión, todo sin perder las vetas de comedia que el director coloca para aligerar la carga y hacer aún más oscuro el panorama.
Señorita Julia no responde a un concepto de teatro para todo público, no es algo que cualquier espectador pueda entender, es cierto, pero si el futuro habitante de la butaca gusta de ver La Casa de Las Flores al mismo nivel que gusta de Anticristo de Lars Von Trier, esta es la obra que debe estar viendo, bajo el riesgo de sentirse incomodado.
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