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VINE A RUSIA PORQUE ME DIJERON QUE ACÁ VIVÍA UN TAL ANTÓN CHÉJOV: “… Hay que vivir”



Por Enrique Saavedra/ Algo debe estar pasando en el mundo para que ese hombre de las obras anticlimáticas en las que no pasa nada esté tan en boga, nuevamente, en nuestros días teatrales. Algo sucede que el silencio, la melancolía y la ironía de las almas de los personajes de Antón Chéjov le están hablando, o más bien gritando a una nueva generación de hacedores teatrales. Aunque hay que decirlo: Chéjov podrá hablarle a muchos, pero pocos han conseguido escucharlo a profundidad  y captar su esencia que trasciende océanos e idiosincrasias para, más que reinterpretarlo, hacerlo genuinamente suyo. Es el caso del joven Colectivo Eutheria Teatro.

En 2012, cuando David Olguín puso en escena su ahora legendario Tío Vania –como en su momento lo fue el de su maestro Ludwik Margules – Carolina, Héctor, Jorge, Nareni y Yael cursaban los primeros semestres de la carrera de Literatura Dramática y Teatro de la UNAM. Cinco años después, presentan el resultado de un referente que se convirtió en idea fundamental, en material inagotable de trabajo, en obsesión escénica, en pócima idónea para su metamorfosis de estudiantes a hacedores teatrales. Se trata una carta de amor hacia el intrincado dramaturgo ruso y hacia el hecho teatral como detonador de emociones, sentimientos, amistades, amores-odios, destinos y comuniones.

Lo que se presenta como un trabajo surgido de las aulas (auspiciado en un principio por el programa Incubadoras de Grupos Teatrales de Teatro UNAM) se ciñe con todas las de la ley a un teatro profesional, aunque en la obra misma quepan momentos que muestran un fuerte apego al alma-máter –como la primera escena, más cercana al ejercicio escolar que a un prólogo contundente–. Empero, ellos asumen los riesgos, juegan con ellos y les dan la vuelta como al escenario giratorio que los sostiene; secuencias como la quema de libros, la difícil salida de la casa, la accidentada travesía y las inusitadas confesiones de cada uno, dan cuenta de tablas sólidas y bien talladas.

Quizá la principal cualidad de este trabajo radique en la tremenda honestidad con la que está bordado en cada uno de sus ámbitos. Hay en cada intención un aliento fresco, a pesar de que estamos ante un proyecto que fue planeado durante varios años, en un proceso largo, de apariencia inacabable. Lo que parecía reprochable se torna digno de aplauso: se dieron el tiempo para decantar su propuesta y presentarla en un nivel muy distinto al que tenían cuando eran los estudiantes apasionados del Tío Vania de David Olguín. Hasta en eso fueron chejovianos.

Como toda obra de Chéjov que se ponga en escena hoy en día, en ésta hay cabida para la contradicción: por un lado se trata de una muy divertida comedia en la que el absurdo beckettiano está invitado a fin de redondear el patetismo y la ternura que acompaña a estos cinco amigos que se odian pero no pueden vivir separados porque se aman. Y eso es suficiente para reír durante un buen rato. Pero también es una pieza –es decir: una tragedia contemporánea– que habla sobre el tiempo, sobre la vejez que se ancla sobre la juventud, sobre el futuro que colisiona sobre el pasado, sobre el tiempo que se va y retorna, sobre el amor y cinco muy peculiares maneras de asumirlo y expresarlo.

La escenografía e iluminación de Jesús Giles lleva a sus últimas consecuencias el contraste entre el viaje épico y el viaje íntimo que viven los personajes, los cuáles están hechos a la medida de las historias y las capacidades de sus intérpretes: Carolina Berrocal, Héctor Sandoval, Jorge Viñas, Nareni Gamboa y Talía Yael, ésta última encargada de cohesionar las ideas del colectivo y aterrizarlo en un delicado texto que tiene como puente la notable labor de dramaturgista de Gabriela Aparicio, a su vez esencial para guiar el rumbo de la dirección.

Y allí, Luis Ángel Gómez consigue una ópera prima entrañable, sustentada en un profundo conocimiento de causa, es decir, del material dramático y humano del que dispone. Ojalá que tanto él como el resto del equipo sepa aprovechar la oportunidad que tienen ante ellos y, como en la escena, salir de casa e ir hacia el mundo. Vine a Rusia porque me dijeron que acá vivía un tal Antón Chéjov interesa desde su título. Para muchos, será un montaje muy divertido, con muchos atractivos y descubrimientos. Para otros, se trata de una obra que lastima, que duele mucho: la vida cuestionada por quienes comienzan a vivirla. Pero claro, “¿Qué le vamos a hacer? ¡Hay que vivir!”.

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