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EL ARBÓL: Terror y miseria en el siglo XXI



el arbol 1Por Enrique Saavedra/ De no haber sido por ese infortunado desencuentro que tuvo con la comunidad intelectual a partir de sus supuestas declaraciones acusatorias en contra de quienes apoyaban el movimiento de 1968, seguramente Elena Garro sería considerada hoy en día, aún después de su muerte en 1998, la dramaturga más importante del Siglo XX en nuestro país. O, más bien, habría que quitarnos las reservas y aceptar que lo es. Para constatarlo, en nuestra cartelera está: El árbol.

Aunque el director, Miguel Romero –a quien principalmente conocemos como un estupendo actor– ha explicado que en su montaje toma varios elementos del cuento que dio origen a la obra dramática, lo que se ve en escena es una dramaturgia sólida, compleja y, sobre todo, que ha trascendido al paso del tiempo y, como todo clásico que se respete, se torna actual y pertinente con la realidad que sigue privando al hablar del encuentro y desencuentro entre dos universos distintos, aunque provengan del mismo sitio.

El director respeta –y tal vez intensifica– el lenguaje arcaico con el que dialogan ambas mujeres y esa distancia acentúa la actualidad de la pieza. Teatro de palabras y, por ello, de poderosas imágenes: las que surgen de la mente fantasiosa y desesperada de Luisa; y las que van taladrando en el falso equilibrio de Marta.

En correspondencia con los símbolos que caracterizan a la obra (no solamente dramatúrgica) de Elena Garro, el final aquí propuesto sugiere más de una lectura. De principio a fin, muy presentes los pequeños detalles que poco a poco vuelcan la ironía verbal en franco terror psicológico.

Miguel Romero consigue un montaje estremecedor al explorar los límites del desencuentro entre ciudad y provincia, pobreza y riqueza, fantasía y realidad; entre el deseo de vida y la pulsión de muerte: el contraste entre dos mujeres en apariencia distintas, pero que probablemente comparten más de un sueño o frustración.

Mahalat Sánchez y Myriam Bravo –quien alterna con Ángeles Cruz– dotan a Martha y a Luisa de fuerza y complejidad a dos mujeres que simbolizan dos formas de ser y estar dentro del mundo. Ambas conforman una mancuerna incómoda, perturbadora: exacta.

Ojalá que puestas en escena como esta ayuden a que la dramaturgia de Elena Garro deje de ser tratada como un culto al que se acerca una pequeña cofradía. Merece toda nuestra divulgación y atención, pues sus temas siguen siendo –tristemente– vigentes y abarcadores de la diversidad de clases sociales, culturales y políticas que conviven en este país. O tal vez no, tal vez en estos tiempos, el encanto de Elena radica precisamente en ese culto que pocos se atreven a rendirle.

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