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EL ÚLTIMO TREN: Fe y abatimiento en luz y oscuridad



Por Alegría Martínez/ Un círculo lumínico al centro del escenario delimita el espacio en que se encuentran dos hombres de posturas radicalmente opuestas. Las palabras se deslizan, entrecruzan, chocan y se dispersan cargadas del empeño con que son pronunciadas por un profesor universitario y un ex convicto convencido de su fe religiosa.

Como si se tratara de una liga gigante que a ratos pierde a su tamaño original, la discusión se estira hasta generar, en quienes observan, latidos que presagian un probable estallido. La atención del público viaja entre la tensión, la duda y la expectativa. El enfrentamiento, para uno de los hombres, es a favor de la vida y para el otro, de la muerte.

Los actores Rodrigo Vázquez y Rodolfo Guerrero encarnan a los personajes creados por Cormac McCarthy (1933-2023), para una de sus dos obras, The sunset limited, publicada en 2006 y subtitulada “una novela en forma dramática”, que su autor adaptó como guion cinematográfico, para su estreno en 2011, con producción, dirección y actuación de Tommy Lee Jones y Samuel L. Jackson.

A menos de un año de su fallecimiento, bajo el título en español de El último tren, el texto del laureado escritor estadounidense, es llevado a escena con adaptación y dirección de Luis Ángel Gómez, que elige con buenos resultados a los dos experimentados actores mexicanos, para expresar orgánicamente la complejidad de los distintos puntos de vista de dos hombres unidos por el azar en un andén del Metro.

El último tren es un complejo y poderoso texto, que irradia luz sobre la obsesión humana y que expone y respeta sus diferencias. El montaje de Luis Ángel Gómez, producido por Gerardo Capetillo, con diseño sonoro de Eduardo Villarreal, vestuario de Brisa Alonso y asistencia de dirección de Beatriz Bermúdez, ubica al público ante un hombre cierto de ser amado por Dios y otro, convencido de la catástrofe a manos del ser humano.

El profesor que decide lanzarse a las vías del tren, es acogido en su vivienda por el ex presidiario, que utiliza su arsenal de paciencia, esfuerzo, fe, calma, e ingenio para convencer a su nuevo conocido de cambiar de opinión. Esta circunstancia permea el conflicto, que alude también a diferencias de clase social y raza que el autor plantea entre sus personajes, a los que en su texto llama “Blanco” y “Negro” y en el montaje son sencillamente dos hombres.

El estímulo para ver en teatro esta contienda, reside en estar ahí, en presenciar cómo emerge la riqueza filosófica de los planteamientos que hace cada personaje, en la confrontación de experiencia, conocimientos y emotividad de cada uno: el docente en el desamparo de sí, en el desencanto del rumbo que ha tomado el uso del conocimiento, el curso de la política y el comportamiento de la sociedad; en el caso del, hoy trabajador, los motivos que lo hacen desplegar su apego a la fe y a la vida que le han permitido salir adelante.

Vázquez y Guerreo construyen minuciosamente, nutren, en lo individual y en conjunto, el duelo emotivo y verbal de sus personajes, no exento de ironía cuando se necesita, al centro del círculo que los contiene, donde el ex presidiario, paradójicamente encierra al profesor, que pretende seguir a la grupa de su libre albedrío. En este combate, las palabras, los argumentos son los instrumentos de la fe contra el abatimiento, como lo son, en su opuesto para insistir en soltar amarras.

A diferencia de algunos de personajes explosivos y crueles que ha interpretado Rodrigo Vázquez en diversas ocasiones, en esta oportunidad encarna a un hombre decepcionado, un ser a quien el conocimiento le ha dado las herramientas para argumentar, al tiempo en que lo hunden en una desilusión que lo asfixia hasta perder el interés en la existencia.

El actor, construye esta vez la desesperación contenida del suicida. La calma de una presa que concede, escucha y contiene, externamente paciente pero en efervescencia interna. Seducido a ratos por su rescatador, que cual Scheherezade, lo suspende en el horror de las historias de presidio.

Rodolfo Guerrero, crea por su parte a ese hombre de apariencia ruda con actitud amable, a ratos sonriente y tierno, que no pierde de vista a su cautivo en el ánimo de convertirlo a una fe que lo ha protegido de sí mismo, mediante un trabajo actoral que resiste a la desesperación de su personaje ante el fracaso creciente, frente al cumplimiento del mandato generoso que de él espera su Dios.

Dentro de una estancia humilde, junto a la cocina, los personajes libran consigo su propia batalla además de una más contra su contrincante. Discusión también abierta al valor de los libros “reales”, sus historias y sus asideros, donde los ejemplos son puestos a debate, e irse no es opción, pero quedarse tampoco.

Al interior del círculo con luz amarilla, como si nunca dejaran de estar ante el límite marcado en el andén para preservar la vida, – acertado diseño escenográfico de Bryan Guerrero- un estante de metal soporta la parrilla que calienta el alimento, servido en plato de peltre, junto al café en jarrito de barro. Sustento que por minutos crea el contrapunto entre dos seres distantes, unidos en la generosidad objetiva de quien espera ganar un adepto.

Oscuridad y luz producen el contraste de dos personas que coinciden en el momento en que una quiere rescatar a quien no desea ser rescatado. Sin vencedor en esta lucha, el último reclama la falta de esa palabra, la justa para alcanzar su objetivo.

El silencio responde cuando no se puede afirmar, la sonrisa y la mano extendida, o la posibilidad de beber café, sustituyen a ratos la discusión estéril. La negación encuentra escucha, aunque genere incredulidad y asombro. Se trata de una obra donde la palabra es esencia y la actuación de Vázquez y Guerrero aportan la sustancia invisible que requiere cada embate.

La obra se presenta todos los domingos, hasta el 17 de marzo, en el Teatro La Capilla, consulta horarios y precios, aquí.

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