Del siglo pasado, la década de los ochenta es una de las más ricas en cuanto a su producción teatral. Los hoy conocidos como “grandes maestros” convivieron con las figuras que estaban afianzándose, luego de iniciar en la década anterior y, obviamente, con las nuevas promesas surgidas a lo largo de esos diez años.

Todos ellos confluyeron en la cartelera de teatro de aquel entonces y, al mirarla, es imposible no querer rescatar un año en particular: 1983. El teatro presentado en la Ciudad de México vivió uno de sus años más gozosos gracias al estreno de obras teatrales que hoy en día siguen siendo un referente para las generaciones que actualmente habitan nuestros escenarios.

Dos años antes de que el entonces llamado Distrito Federal (DF) cambiara por completo su vida social y cultural por el sismo de 1985, los foros se llenaban para ver lo mismo a figuras reconocidas por estar en ese momento en la televisión, que a personalidades propias del teatro y el cine.

Así, el público acudió al Teatro El Granero para aplaudir la dupla de Claudio Obregón y Miguel Ángel Ferriz en Una vida en el teatro bajo la dirección de Benjamín Caan. Los tres dieron a conocer por primera vez en nuestro país a un dramaturgo fundamental del drama norteamericano y universal: David Mamet.

En el Helénico, estaban los bien conocidos Augusto Benedico y Enrique Álvarez Félix en Alerta en misa de Bill C. Davis en traducción y dirección de José Luis Ibáñez, gozando de una larga temporada, al igual que las comediantes Evita Muñoz “Chachita” y Virma González en Los amores criminales de las vampiras morales de Hugo Argüelles, dirigidas por Gerard Huillier, también en El Granero.

Otra dupla importante fue la que conformaron en el hoy de futuro incierto Polyforum Siqueiros el joven Gonzalo Vega y el experimentado Héctor Gómez, quienes bajo la dirección de Arturo Ripstein interpretaron los icónicos personajes de, El beso de la mujer araña, la novela de Manuel Puig. Antes de ser una película de Hollywood y un musical de Broadway, la novela fue adaptada para la escena por su propio autor y resultó un éxito para los actores y para el cineasta, quien solamente en dos o tres ocasiones se ha animado a levantar un proyecto teatral.

Otro notable cineasta, aunque éste sí siempre anclado al teatro, José Estrada, dirigió la adaptación teatral de otra novela de un destacado autor LGBTQ+, De pétalos perennes de Luis Zapata, que ofrecía el encuentro entre la joven y prometedora Leticia Perdigón y uno de los “monstruos sagrados” de nuestro teatro: Beatriz Sheridan. Ambas interpretaron sus personajes primero en el teatro y luego en la radio.

Un año antes, Sheridan ya había estrenado la adaptación cinematográfica de la novela: Confidencias de Jaime Humberto Hermosillo. Varios años antes, la gran actriz había interpretado el icónico personaje de Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams.

En ese 1983, el clásico regresó a la escena, ahora en el Teatro Manolo Fábregas, bajo la traducción de José Emilio Pacheco y con la dirección de Marta Luna, una de las directoras más prolíficas en esos años. Jacqueline Andere fue la encargada de incorporar a Blanche, acompañada por Humberto Zurita como Stanley Kowalski y Diana Bracho como Stella.  Aunque Andere y Zurita son actores formados en el teatro, en ese tiempo eran visitados por un público que los veía protagonizando la telenovela El Maleficio, una de las más famosas de la historia del género.

Y, de hecho, constan las crónicas que se han hecho sobre el montaje, que éste resultó un trabajo que satisfizo los intereses comerciales del proyecto pero que, al estar bajo la sombra de la mítica puesta en escena de Seki Sano en 1949 (sí, muchos, muchos años antes), fue susceptible de opiniones encontradas y controvertidas por parte de los especialistas y la comunidad.

Empero, Jacqueline Andere mereció un premio a la mejor actriz del año, mientras que la bella traducción de José Emilio Pacheco fue publicada por la Universidad Autónoma de Sinaloa y fue retomada en la década de los noventa, cuando Diana Bracho decidió encarnar a Blanche DuBois, bajo la dirección de Francisco Franco.

Regresando a Marta Luna, en ese año también dirigió a otra estrella de la cultura y la farándula: Ofelia Medina, quien protagonizó la traducción de Federico Campbell de una de las obras más escenificadas de Harold Pinter, Traición.

El gran triunfo comercial de ese año fue el estreno de El vestidor, la obra de otro autor británico, Ronald Harwood, con la traducción y dirección de José Luis Ibáñez y la actuación de Ignacio López Tarso y Héctor Bonilla, quienes en pleno Teatro de los Insurgentes sostenían un duelo actoral que hasta hoy resuena en esas tablas y en la memoria de quienes lo presenciaron.

Con ésta puesta en escena se logró lo que hasta hoy en día sigue siendo deseado en nuestro medio teatral: la perfecta comunión entre un formato de producción comercial, un buen texto, un estupendo director y, sobre todo, dos excelentes actores de teatro con un fuerte imán de taquilla gracias a sus notables participaciones en el cine y la televisión.

Éxito rotundo de público y crítica, El vestidor gozó de una larga temporada y, al año siguiente, los premios al mejor actor recayeron en ambos histriones. Se trató de un año muy activo para Ibáñez, pues también dirigió a Silvia Pinal en la obra de Mario Vargas Llosa, La señorita de Tacna, otra obra que mereció opiniones encontradas por parte del público y la crítica.

En otro polo del teatro, en 1983 surgió una propuesta que tuvo una larga vida en México y, más que aquí, en el extranjero. Donna Giovanni es la adaptación femenina y feminista de la ópera Don Giovanni de W.A Mozart a cargo de Jesusa Rodríguez y el grupo DIVAS A.C., que tenía como integrantes a Francis Laboriel, Regina Orozco, Astrid Hadad, Victoria Gutiérrez y Daniel Giménez Cacho.

Ellos iniciaron sus presentaciones en el Teatro de la UNAM y de ahí dieron funciones en varias partes del mundo durante varios años. El montaje, que ha sido ampliamente estudiado fuera de nuestro país, consolidó a Rodríguez como una figura teatral transgresora y fuerte y, definitivamente, fue el gran preámbulo para el trabajo de cabaret político que desarrolló durante la década de los noventa.

En Casa del Lago, otro recinto de la UNAM, Héctor Mendoza puso en escena un ensayo teatralizado con el que inició la unión entre dramaturgia y teoría teatral que distinguió algunos de sus montajes más emblemáticos. En este caso, Hamlet, por ejemplo es una de las propuestas más vanguardistas del gran maestro de actores. En la obra, tres actores disertan sobre los grandes temas y los pequeños detalles de la obra de Shakespeare: Mabel Martín, Jorge Humberto Robles y Josefo Rodríguez se interpretaban a sí mismos y, mientras discutían, actuaban fragmentos de la tragedia.

En ese año también sucedió el encuentro de dos figuras excepcionales de nuestro teatro, aunque el resultado de éste no fue el más elogiado: El brillo de la ausencia de Carlos Olmos fue dirigida por el que, en contraste, fue el director más importante de esa década, Julio Castillo. La compleja pieza sobre refugio político no fue lo más logrado de estos creadores ni es lo más recordado de sus protagonistas: Irma Lozano y Alma Muriel.

En otro extremo, en ese año se estrenó la versión de Julissa a la ópera pop de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice, Joseph and The Amazing Technicolor Dreamcoat, que para términos prácticos fue titulada simplemente José el Soñador, el cual fue interpretado por Memo Méndez junto a la cantante Olga María como la Narradora. De sobra está decir que, en México, se trata de uno de los espectáculos musicales más apreciados y reconocidos por el público y que, luego de una primera producción con una larga temporada que incluyó a otros Josés y otras Narradoras -como la notable María del Sol-, ha tenido dos reposiciones en el nuevo milenio.

Y, para cerrar los polos, regresamos a la UNAM para consignar dos obras que, de forma y fondos muy distintos, resultaron dos de los más sonados éxitos del teatro universitario del siglo XX.

Tras escuchar un casete con el texto traducido por una señora que estaba muy interesada en que conociera la obra, el actor, dramaturgo y director Héctor Ortega llevó a escena, bajo la dirección de José Luis Cruz, la obra más conocida del comediógrafo italiano, Darío Fo: La muerte accidental de un anarquista.

Bajo la piel de El Loco, Ortega logró uno de sus mayores éxitos como el gran humorista teatral que fue. Si bien el reparto incluyó a Rosa María Bianchi, Verónica Lánger, Joaquín Garrido y Emilio Ebergenyi, entre otros, el espectáculo le perteneció por completo al comediante que, literalmente, hacía y deshacía sobre el escenario de los Teatros Santa Catarina, primero y posteriormente Juan Ruiz de Alarcón.

Tras estas temporadas, la obra continuó en otros recintos de la Ciudad de México para luego salir de gira hacia distintos países de América Latina, en donde debido al fuerte clima político que se vivía entonces, el éxito de ésta obra mayor del teatro político fue contundente. Aunque años después recibió elogios por interpretar a Moliére en la obra homónima de Sabina Berman y a Fray Servando Teresa de Mier en 1822 de Flavio González Mello, el nombre y la genialidad de Héctor Ortega quedaron unidos, por muchas buenas razones, a la genialidad de Fo y al título de esta sátira tremenda que, por desgracia, sigue siendo vigente.

En un tono diametralmente opuesto, es decir, una tragedia contemporánea e íntima, De la vida de las marionetas, la adaptación teatral de la película de Ingmar Bergman a cargo de Juan Tovar, es considerada como uno de los puntos más altos no solamente de la trayectoria de su director, Ludwik Margules, sino del teatro universitario y de la escena nacional de la segunda mitad del siglo XX.

Con escenografía de Alejandro Luna, el montaje sucedido en el Foro Sor Juana Inés de la Cruz es un referente para entender los alcances del arte teatral en nuestro país, gracias a la comunión entre el texto de Bergman sobre un hombre sumido en sus tormentos y represiones, la dirección de Margules -para muchos, se trata de su obra maestra-, la escenografía de Luna y las actuaciones de un elenco espléndido encabezado por Fernando Balzaretti, uno de los más sólidos actores de nuestro país muy tempranamente desaparecido. Junto a él, Rosa María Bianchi, Julieta Egurrola, Luis de Tavira, Emilio Echevarría, Farnesio de Bernal, entre otros, lograban un concierto escénico que, según constan las crónicas y testimonios de los involucrados, alteró profundamente las vidas de quienes allí participaron e incluso de quienes la presenciaron en una temporada breve, que por distintas razones no pudo ampliarse y que, por muchos motivos, fue suficiente para convertirla en una puesta en escena canónica.

Han pasado cuatro décadas desde que se estrenaron, varias de estas producciones siguen siendo de referencia para las nuevas generaciones, aunque no las hayan visto, aunque tal vez ni siquiera sepan sobre ellas, pero el efecto que consiguieron sobre los hacedores teatrales que en ellas participaron y en aquellos creadores teatrales que fueron sus espectadores, sigue siendo notable en los eventos que habitan en nuestra Cartelera de Teatro actual, ya sea siguiendo la estela de alguno de ellos o yendo en franca contracorriente.

En ambos casos cuestionando, reformulando y rehaciendo las formas y fondos éticos, artísticos, y de producción, a fin de que, como sucedió en aquel 1983, la ciudad esté plena de muchos teatros que, con sus similitudes, diálogos, diferencias y disidencias, hagan uno solo: el buen teatro.

Por Enrique Saavedra, Fotos: 

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