Por Alegría Martínez/ Gritos, zancadas, pasos acelerados, energía desbordada rebota en la estancia de un departamento al que entran tres hombres y dos mujeres con ánimo de desfogue. La música catapulta los cuerpos jóvenes que se abrazan con vehemencia erótica y la adrenalina corre del escenario a las butacas. La obra de Stephen Adly Guirgis, El hijo de puta del sombrero, detiene su profunda mirada en la vida de cinco personas expulsadas de sí, al agujero condenatorio de una sociedad que detesta su existencia.

El zumbido del riesgo viaja entre estos personajes que se dirigen a un extremo oscuro, detrás de una columna que oculta su presencia, mientras uno más llega hasta el sofá, junto a botellas de alcohol vacías y ante a un periódico arrugado, cerca de un colchón en el suelo, donde un olor extraño encenderá la pólvora entre parejas y amigos.

Sin miramientos, la dramaturgia del autor estadounidense, ganador del premio Pulitzer de Drama en 2015, hace que el público sea testigo de la paulatina destrucción humana encaramada a la adicción como única vía de sobrevivencia.

Instalados en una ansiedad intermitente, los personajes de El hijo de puta del sombrero se alejan cada vez más de la posibilidad de tener el control de su vida por vía de un amor que transpira en la fuga, en la traición disfrazada de amistad solidaria, en el hartazgo causado por el olvido y la postergación, y en el dolor derivado del desdén y la manipulación.

Presos de la aparente liviandad teñida de violencia que proporcionan sexo y drogas, o revestidos de esa falsa santidad de quienes en el camino de la desintoxicación se apegan a conductas saludables y regenerativas con la misma vehemencia que tenían a la vieja adicción, Verónica, Victoria, Ralph y El primo Julio, dan la impresión de ser fichas humanas atrapadas en un tablero de juego sin salida en torno a Jacky, que recorre el camino hacia el porvenir y el pasado, como si un imán interno lo hiciera avanzar y retroceder incesantemente.

La crítica de Guirgis a una sociedad que juzga, condena y se cierra a comprender y a apoyar a personas en permanente situación de vulnerabilidad, que viven sus días como si caminaran por la cuerda floja, es lacerante.

La meticulosa dirección de Giménez Cacho, de esta obra traducida por Roberto Cavazos, crea la sustancia verídica que nutre a estos personajes en busca de un sustento espiritual y de una paz cotidiana que escapan de sus manos cada vez que están cerca, como si la sociedad y el destino les impidieran empezar de nuevo. No obstante, estas dos mujeres y tres hombres, una vez enfrentados a sus acciones, vislumbran una luz lejana.

En un espacio escenográfico diseñado por Atenea Chávez, e iluminado por Aurelio Palomino, el interior de un departamento es utilizado por todos los personajes, como si el solo hecho de su uso, convirtiera el lugar y su mobiliario en algo propio. Las dos parejas y el Primo de Jacky, transitan durante sus intervenciones con libertad y desparpajo a lo largo y ancho del lugar, mientras aquellos que no deben estar en escena, se ubican al fondo, detrás de un trasto central, o en los laterales, donde el espectador los mira en posturas cerradas y en silencio.

Carlos Mier, autor de la música original, sentado al fondo del escenario, guitarra eléctrica en mano, -y de pronto presente en una escena, de pie y frente a Victoria, que subraya drásticamente la ansiedad del personaje femenino- dota de sonidos diversos, profundos y desafiantes, el hilo de una acción inserta en el dolor de la pérdida que cada personaje vive a su modo.

Lucio Giménez Cacho, interpreta a Jacky, un exconvicto determinado a transformarse, reinsertarse en la sociedad y continuar su relación amorosa con Verónica, personaje a cargo de Lakshmi Picazo, resuelto a defender fieramente su postura ante quien trastoque su estado de arrebato, bajo el que oculta su proceder cotidiano.

Nailea Norvind, en el papel de Victoria, construye el personaje de una mujer asqueada por la traición, conducida por el dolor de ejercer venganza. Francisco Rubio, quien alterna funciones con Rodrigo Virago, realiza el papel de Ralph, -esposo de Victoria y padrino de Jacky- oculto bajo la soberbia de salvador comprensivo.

Por su parte, Luis Vega, a cargo de El primo Julio, construye a un personaje de doble filo, un inmigrante que si bien tiene presente las ofensas recibidas y el daño causado por la discriminación, ejerce su afán solidario con gotas de venganza crítica que en algo reparan su sufrimiento, actitud que aunada al sonsonete de su tono pícaro y amable, genera un constante humor explosivo y agridulce.

El acertado y revelador vestuario de Anna Terrazas, presenta a los personajes femeninos, ataviados con coloridas prendas ajustadas que resaltan sus líneas corporales y define a los personajes masculinos con ropa casual y cómoda para el expresidiario Jacky, pantalón y camisa ceñidos para el narcisista Ralph y ropa deportiva de brillantes colores para El Primo, que luce un tono rubio en buena parte de su cabello.

Giménez Cacho acepta el riesgo implícito en esta obra de Guirgis, en la que vuelan raudas palabras altisonantes, ocurren escenas violentas y hay desnudos masculinos, elementos inscritos en sucesos que emanan de la conducta de unos personajes que así transitan, entre obstáculos crecientes, en su vida cotidiana.

El espectador se encuentra en esta oportunidad ante una verdad actoral pocas veces lograda en escena, que inquieta y molesta al público. Se trata de un trabajo artístico sin concesiones.

La obra se presenta de viernes a domingo, hasta el 7 de enero de 2024, en el Foro Shakespeare, consulta horarios, precios y descuentos, aquí.