Por Sara Barragán del Rey/ Un cuerpo que repta hacia la única puerta iluminada al fondo del escenario vacío bajo una franja de luz que recuerda las estrellas de la noche en el desierto, así comienza La Brisa, obra dirigida por la uruguaya Tamara Cubas.
Poco a poco, se va construyendo el espacio escénico en el que sólo hay presentes tres sillas ocupadas por tres actrices -Tamara Cubas, Zuadd Atala y Alicia laguna- que enrollan hilo en sendas bobinas de forma mecánica mientras desarrollan frente al espectador tres monólogos independientes pero complementarios. Cerca de ellas una baterista toca su instrumento en algunos momentos de la obra generando un espacio sonoro, a veces estridente y perturbador, que acentúa el ritmo y la repetición, características presentes en toda la puesta en escena.
Las escenas no siguen un orden cronológico sino que se superponen unas a otras generando imágenes difusas, a veces, desde la palabra y, a veces, desde propuestas corporales que terminan por parecer ejercicios mecánicos y desafectados.
A lo largo de la obra se ofrecen así pequeños retazos inacabados de lo que fue la cantina La Brisa, símbolo de la resistencia cultural en Ciudad Juárez durante la década de los noventa. Los fragmentos de realidad, presentados como ruinas, evocan, más que una memoria histórica, una memoria sensitiva alrededor de ese espacio que desapareció tras un incendio en un momento en el que la violencia empezaba a invadir la realidad de la ciudad. Y junto a ese espacio desaparecido se va reconstruyendo también la memoria subjetiva de las actrices, sobre realidades que ya no existen, en un ejercicio, que según el programa de mano resultó ser un proceso de búsqueda empecinada tan necio “como querer coreografiar el polvo”.
El tiempo, como el polvo, queda suspendido. La repetición, el ritmo cadencioso, las acciones mecánicas que parecen no evolucionar y no permiten el avance, sino vueltas circulares sobre lo mismo. No hay salida, sino más bien entrada a un mundo interior desde el que se refleja la memoria y donde es ambigua la frontera entre la ficción y la realidad.
Apelando a la imaginación, el diseño de espacio escénico, a cargo de Jesús Hernández, quien también diseñó la iluminación, se construye a partir de muy pocos objetos y numerosos trazos. Las tres sillas, el hilo negro que las actrices manipulan y que en un momento dejarán caer como la ceniza sobre el cuerpo cadavérico de una de ellas; los montones de ropa de las maquilas, las piezas que conforman la batería y un número elevado de altavoces, son los únicos objetos presentes en el escenario. El resto es cuerpo y polvo.
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Gracias Sara Barrágan del Rey tan buena crónica de la obra de teatro la Brisa. Mis felicitaciones.
Araceli Sánchez Venegas