Razones para traer a cuento a William Shakespeare hay muchas. Pero cada abril es inevitable sacar a pasear su nombre y su obra, pues se conmemoran su natalicio y su fallecimiento.

Este año, el dramaturgo y poeta cumple 460 años de su llegada al mundo y 408 de haber partido y, con ello, de convertirse en algo más que un mito o leyenda dentro de las letras universales. No por algo se decidió instaurar el 23 de abril, para evocar su partida -aunque los más y mejor enterados confirman que la fecha correcta es el 6 de mayo- como el Día Mundial del Libro. Y aunque se trata de un honor altísimo -compartido con el novelista y poeta español Miguel de Cervantes Saavedra, quien partió entre el 22 y el 23 de abril de 1616- la celebración a Shakespeare sucede en los escenarios.

Aunque en alguna ocasión anterior aludimos a los muy diversos montajes shakesperianos que han habitado la Cartelera de Teatro de este nuevo milenio, ahora nos detendremos en un año particular: 2004. En este año se cumplen ya 20 años de que coincidieron puestas en escena que hoy en día se siguen evocando y, en unos casos más que en otros, se trata de verdaderos referentes del nuevo siglo.

En 2004 se estrenó la última obra del director polaco naturalizado mexicano Ludwik Margules, uno de los creadores más reverenciados de la segunda mitad del siglo XX por ese “teatro sin concesiones” que hacía encarar a sus actores y, por supuesto, al público.

Tras haber marcado la historia del teatro mexicano con su penúltimo montaje, Los justos de Camus, Margules eligió Noche de reyes de Shakespeare, en traducción de la narradora, ensayista y poeta hispanomexicana Angelina Muñiz-Huberman.

La última creación de Margules sucedió en el Teatro El Galeón, se distinguió por enfatizar los aspectos oscuros de la trama sobre cambios de identidad, caos y locura, en un escenario desnudo e iluminado con la luz fría de Mónica Raya. Arturo Ríos, Emma Dib, Diego Jáuregui, Rodolfo Arias, Claudia Lobo, Rodrigo Vázquez y Miguel Flores interpretaron los personajes principales de ésta que sería la obra final del controvertido creador.

En el Teatro Santa Catarina, Rodrigo Johnson presentó una de sus más arriesgadas propuestas: Lear. En ella, la travesía del viejo rey hacia la locura se equipara con la de Segismundo de La vida es sueño. Las escenas se presentaban alteradas en su orden original y se podía ver un intercambio de roles entre el rey y su bufón. A nadie dejó indiferente este montaje de uno de nuestros directores más sólidos. Mario Balandra -quien en la década de los ochenta interpretó al protagonista de ¿Cómo va la noche, Macbeth? dirigido por Jesusa Rodríguez– fue un Lear no anciano y Jorge Zárate fue su bufón. Ambos se movían en una escenografía de Mónica Raya.

Cuando se anunció que la Compañía Nacional de Teatro realizaría el Proyecto Shakespeare, la atención se centró en ella. La agrupación institucional, que a diferencia de lo que hoy vemos entonces funcionaba más por etiqueta que por organización, echó la casa por la ventana y propuso escenificar tres obras que compartieran la misma escenografía de Alejandro Luna y al elenco: El rey Lear bajo la dirección de José Caballero, El Mercader de Venecia dirigida por Raúl Zermeño y Sueño de una noche de verano bajo la batuta de José Solé.

El montaje de Zermeño a El mercader de Venecia trasladaba el drama al contexto de la Segunda Guerra Mundial, con lo cual el tema del antisemitismo cobraba nuevas dimensiones. Fernando Becerril primero y Oscar Narváez después interpretaron al ambicioso judío Shylock, mientras que Juan Manuel Bernal y Everardo Arzate incorporaban a Antonio, el Mercader y a su ¿amigo? Bassanio, respectivamente.

Ambos actores fueron también los enamorados Lizandro y Demetrio del montaje de José Solé a Sueño de una noche de verano cuya gran valía, amén del despliegue cómico de Alejandro Calva en el infalible personaje de Bottom, radicaba en atestiguar cómo una leyenda del teatro mexicano como José Solé -perteneciente a la primera generación de la Escuela Nacional de Arte Teatral, al lado de figuras como Ignacio López Tarso, Silvia Pinal, Luis Gimeno y Martha Ofelia Galindo– abordaba un clásico, en éste caso, cómo abordaba un Shakespeare. Para ello, contó con la traducción decimonónica, en verso, de Guillermo Macpherson.

Aunque era la obra que inauguraba el Proyecto Shakespeare, el plato fuerte, a 20 años de distancia, sigue siendo el montaje de José Caballero de El Rey Lear, debido al imponente elenco que lo encabezaba: Claudio Obregón, quien durante la década de los setenta y ochenta era reconocido como el mejor actor teatral de este país, interpretaba a Lear, en una soberbia actuación que hubiera merecido muchas más funciones de los que la obra ofreció entre 2004 y 2005.

Cuando el histrión ingresó como actor de número en la reestructuración de 2008 de la Compañía Nacional de Teatro, siempre declaró que su mayor anhelo estando allí era volver a interpretar al viejo monarca; Obregón quería regresar a esa travesía única que va de la soberbia y la majestad a la locura y la desvalidez; quería regresar a ese momento ambicionado por los grandes actores del mundo: el instante en el que Lear enfrenta la muerte de Cordelia, su hija, con la reiteración “Nunca, nunca, nunca, nunca, nunca” para después morir. El deseo del histrión de retomar el personaje no se cumplió, pero queda el recuerdo de esa memorable actuación en el escenario del Teatro Julio Castillo.

La majestad de Obregón no estaba sola en escena: junto a él, en el personaje del Bufón, Ana Ofelia Murguía conseguía otra más de sus virtuosas creaciones; el primer acto de la puesta en escena cerraba con el Bufón lanzando su chistosa y perturbadora profecía: la actriz en cuclillas, sin nada más en el escenario que su sola presencia, es una de las tantas imágenes poderosas que esta gran actriz logró en el escenario. El aplauso que venía para la actriz tras esos versos era de una calidez conmovedora.

En otros personajes clave de la tragedia estaban Julieta Egurrola, Lisa Owen, Érika de la Llave, Alejandro Calva -en sustitución de última hora del primer actor Alfredo Sevilla– y los ya mencionados Juan Manuel Bernal, Everardo Arzate y Fernando Becerril -después reemplazado por Oscar Narváez-.

Si bien se estrenó hasta 2005, en 2004 era por todos sabido que el eterno niño terrible del teatro mexicano, Juan José Gurrola, ensayaba un Hamlet que fue controvertido antes de su estreno y, al final de sus dos temporadas, histórico. La presencia de Daniel Giménez Cacho en el personaje protagónico y la noticia de la renuncia del primer actor Ignacio López Tarso durante el proceso de ensayos -era y es insólito que los medios de cultura dieran espacio a la renuncia de un actor a una obra de teatro- tras argumentar diferencias con el director, generó una amplia expectativa.

Una Dinamarca decadente y putrefacta fue el marco de todo un acontecimiento teatral: la traducción y versión del propio Juan José Gurrola -revisada por Raúl Falcó-. En escena, Giménez Cacho lograba la ácida profundidad del Príncipe. Por acuerdo con el director, la frase más célebre de Shakespeare “To be or not to be, that is the question”, era enunciada en el escena “¿Ser o no? Ser es el dilema”. La irreverencia y locura fingida del personaje central permeaba todo el montaje y al resto de los personajes, que Gurrola dotaba de un humor oscuro y una sensualidad sin tapujos.

Primero en el Teatro Carlos Lazo de la Facultad de Arquitectura de la UNAM -el alma máter de Gurrola, allí donde todo había empezado- y después en el Teatro Hidalgo, sucedía un montaje de 4 horas de duración, basado en un juego en el que el pasado más remoto se mezclaba con el presente más vivo a través del lenguaje de la traducción, la escenografía, el vestuario y la musicalización. Rogelio Guerra primero y Enrique Arreola después encarnaron al Rey Claudio, mientras Nora Manneck, Edwarda Gurrola y Farnesio de Bernal incorporaban, lúdicos y perturbadores, a la Reina Gertrudis, a Ofelia y a Polonio.

En 2004, William Shakespeare cumplía 440 años de ser el paradigma del autor universal. Y México no fue la excepción para celebrarlo por todo lo alto, desde la lengua española y con varios de los más destacados creadores escénicos que han dado consistencia a nuestras tablas.

Controvertidos, elogiados, polémicos, destazados por la crítica, aplaudidos por el público, referentes para las generaciones que los sucedieron, éstos montajes dieron muestra de que William Shakespeare va más, mucho más allá, de ser un nombre muy famoso: se trata de todo un mundo, inagotable y, por ello, permisible de que se haga y se deshaga con él, por él y para él. Y para el público, que siempre se quedará con alguna frase, con algún momento shakesperiano, para reflejarse en él. Y para aplicarlo en su vida.

Por Enrique Saavedra

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