Por Alegría Martínez/ La noche del 14 de junio de 1998, los Toros de Chicago enfrentan en la histórica final de la NBA al Jazz de Utah. Momentos épicos, inolvidables, la Arena tiembla, se sacude por la emoción de cientos de aficionados locales que sienten ya la victoria en el bolsillo. Faltan 22 segundos para concluir el partido y el Jazz va adelante en el marcador por 86 -85, instante en que es dueño del balón. Sólo un milagro podría rescatar a los Bulls.

Ocurre un hecho insólito, inexplicable, casi sobrenatural: Jordan le roba la pelota casi debajo del tablero de Chicago a Karl Malone. Con el balón en las manos, Michael corre hacia la canasta contraria, sabe que sólo tendrá una última y definitiva oportunidad para cambiar la historia. A 5 segundos del silbatazo final, engaña, finta, se desaparece de la marcación pegajosa de Clyde Drexler, que queda tendido sobre la duela, y lanza el tiro ganador. Un enceste prodigioso que quedará grabado en la mente de millones de aficionados y que le otorgará a la franquicia de los Toros, su sexto anillo de campeonato. Así comienza Barracuda, con la narración de esta hazaña, en voz de una joven adolescente, que juega con sus amigos a reproducir el milagro en una cancha pública de basketbol.

Diana Sedano, Fernando Reveil, y Raúl Villegas, sueltan por minutos a sus personajes después de botar, correr, fallar y anotar, para situar al público en los años 90, cuando no había teléfonos celulares, redes ni computadoras en casa, época en que dos de los personajes, estudiantes de secundaria, viven en familia.

Barracuda, escrita por Sergio López Vigueras, tiene lugar justo en el momento en que, quienes han dejado de ser niños, comienzan a asomar la nariz fuera de la protección que han tenido por más de una década en casa. Cuando el inicio de una vida adulta está todavía lejos y los desafíos que ponen en juego a un ser humano, sin saber aún quien es, aparecen de pronto, al acecho.

La ilusión de ser protagonistas de leyenda es parte de la meta, aunque sea en el juego callejero, donde la dupla de amigos conformada por Luisa y Omar, se enfrenta a un cambio de rutina marcado por las vacaciones escolares que arrastra nuevas sensaciones, inseguridades, pérdida de certezas, de comodidad y emociones nuevas, entre las que se asoman el peligro, la tentación, la necesidad de conocer qué hay más allá de lo que nos han dicho.

La obra de López Vigueras -también autor de La bala, Premio Gerardo del Castillo Trejo 2017, así como de La biznaga, Damiana y Carlota y Tártaro, entre otras- transporta al espectador a esa época en que el tiempo parecía tener otra consistencia, cuando las conversaciones telefónicas de los adolescentes, se eternizaban, pegados al cable del aparato, como a una sonda de vida, conectada a la emoción de lo que podía transmitir una voz.

Época en el que los sueños se depositaban también, como herencia directa de lo que anhelaron los padres, a un auto deportivo, el “muscle car”, marca Barracuda, fabricado por Plymouth, que evolucionó desde 1964, hasta convertirse en un brillante deseo con neumáticos, después del codiciado Mustang.

Asediados, sin embargo, por el encontronazo del vacío, ante sucesos como la muerte de un ser querido, el cambio de los códigos de comunicación amistosa y el deseo de crecer vertiginosamente, entre la emoción de transgredir códigos y reglas aprendidos en el núcleo familiar, los personajes de Barracuda se enfrentan a lo desconocido con las herramientas que tienen, aún en etapa de construcción.

La llegada de Fabricio, un tercer personaje a la vida, antes apacible, de Luisa y Omar, pone a prueba las decisiones del joven basquetbolista con playera de los Bulls, que quiere ser rudo, “volverse hombre”, emular la imagen del que todo lo puede cuando todo le falta, asido a su corazón solidario, ignorante hasta ese momento del mundo de los desposeídos.

La obra de López Vigueras, que en la superficie podría parecer un ejercicio de memoria y nostalgia, apunta a esa crisis que impulsa o estatiza, a esa marea interna que pronto se aprende a acallar, hasta la vida adulta, y hace viajar al espectador por época, educación y costumbres que marcaron generaciones enteras, hoy instaladas en el vértigo de la tecnología y la violencia incesante.

Su texto, se inserta en sucesos y emociones que en la juventud determinan conductas, elecciones de ruta que formarán parte de etapas venideras. Aborda esa encrucijada, ante la que toda persona adolescente debe dar un paso hacia una dirección u otra, presa de incertidumbres y tentaciones, y desde ahí le da un giro a la acción, que abre paso a la generosidad, a la contención, la comunicación, a la fe en el ser humano.

Media cancha pública de baloncesto, delimitada por una verja metálica, diseño escenográfico de Fernanda García, sobre un piso conglomerado de madera, donde los golpes de balón, resuenan sin aturdir, es el lugar de la acción.

Bancas de madera aluden a elementos pertenecientes a la casa de los personajes, que entran y salen de su espacio de juego ante la mirada de una porción de espectadores, que ubicados al fondo del escenario, observan desde las gradas, acciones y espectadores enfrente.

El director Ricardo Rodríguez, que cuenta con un elenco de destacada trayectoria, crea un montaje gozoso, en el que actriz y actores, -a buena distancia de la edad de sus personajes- generan, a partir de la energía adolescente, el asombro, la inocencia, el gusto y la decepción que los invade súbitamente, al tiempo en que -a ratos- entran y salen de la ficción al dirigirse al público.

La dinámica de la escena, el significado con que actriz y actores nutren las reacciones de sus personajes, los botes de balón, canciones como “Dónde jugarán las niñas”, de Molotov, alguna coreografía que conecta aún más a los protagonistas consigo y su entorno en un México que parecía despertar, como ellos a lo establecido, marcan la pauta de este montaje, que convoca al auto reconocimiento y abre los brazos ante la desbocada ira del ser humano.

Barracuda, presentada por Los Bocanegra y Teatro UNAM, con dirección de Ricardo Rodríguez, cuenta con producción ejecutiva y asistencia de dirección, de Laura Baneco; diseño de vestuario y escenografía, de Fernanda García; dramaturgia y diseño de iluminación, de Sergio López Vigueras, y diseño sonoro y de musicalización, de Genaro Ochoa.

La obra se presenta de jueves a domingo, hasta el 30 de junio, en el Teatro Santa Catarina, consulta horarios y precios, aquí.

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