Por Mariana Mijares/ Una obra de teatro situada en una oficina podría comenzar de muchas formas, pero Todo está bien se distingue porque en los primeros minutos muestra a una empleada (Alejandra Reyes) que, al intentar suicidarse, es interrumpida por sus compañeros. A partir de este suceso, la historia podría girar hacia un drama cargado; sin embargo, Reyes —también autora del texto—, apoyada por la dirección de Angélica Rogel, elige llevarla hacia una comedia sostenida por un elenco de talentosos actores.

Estos interpretan a los cinco empleados: García (Juan Carlos Medellín), Hernández (Alejandra Reyes), Ortega (Eduardo Tanús), Larrañaga (Ari Albarrán) y Robles (Mahalat Sánchez), quien es la jefa. Desde el inicio, todos intentan convencer a Hernández de que vale la pena vivir, además de recordarle —sutilmente— que es algo imprudente eso de intentar quitarse la vida en la oficina y, más, en horario laboral.

Después del fallido intento de suicidio, se decide que hay que elaborar un reporte de lo acontecido. Pero en esta oficina —como en muchas otras—, hay que seguir reglas particulares, lo que implica llenar un formato aparentemente estandarizado que incluye preguntas tan eclécticas como si a la persona le gustan las revistas de mecánica o si se siente comprendida por sus compañeros.

Para darle cohesión al grupo, el vestuario diseñado por Mario Marín del Río utiliza el color amarillo como base. Aunque no se trata de un uniforme como tal, el uso de este color genera una apariencia colectiva, mientras que cada atuendo cuenta con detalles que marcan las diferencias entre los personajes.

Ese mismo cuidado en los detalles se traslada al diseño del espacio laboral, concebido por Félix Arroyo y José Zychlinski, y que está equipado con lo que podría esperarse encontrar en una oficina corporativa: cajas de archivos, carpetas, folders, impresora, cubículos conectados entre sí y pequeños objetos decorativos que revelan la personalidad de quienes trabajan allí.

Más adelante, con la inesperada confesión de uno de los empleados, se desencadena una dinámica entre ellos que los lleva a abrirse más, lo que permite conocer sus contradicciones, arrepentimientos y frustraciones. Este proceso funciona como catalizador tanto para el desarrollo de la historia, como para enriquecer las interacciones entre los personajes.

Aunque todos aportan algo importante y funcionan como grupo, destacan particularmente Ari Albarrán, quien interpreta a una ‘godín’ con la que más de uno puede identificarse —o que recuerda inevitablemente a algún compañero de oficina; esa que organiza los pasteles de cumpleaños por ejemplo—, y Mahalat Sánchez, quien lleva la comedia al terreno físico (con caída incluida) y brilla especialmente en una hilarante escena donde su personaje, la jefa, asume el papel de juez.

Sin embargo, a pesar del carisma de este grupo, el ritmo decae por momentos; algunas escenas se alargan y no todas las conversaciones resultan igual de dinámicas, lo que puede afectar la atención del público. Una mayor variación, o un mejor sostenimiento del ritmo —además de emparejar el timing cómico entre los actores— podría elevar la experiencia.

Conforme continúan las reveladoras confesiones de los personajes, los actores siguen teniendo oportunidad para lucirse. Rogel logra así mantener la puesta en el terreno de la comedia, a pesar de la seriedad del tema.

Sin duda, esto es el principal diferenciador de esta propuesta, que, como su título, contradice la idea de que aquí ‘todos están bien’, y demuestra que una historia sobre suicidio no necesariamente tiene que ser solemne.

Justamente ahí radica tanto su riesgo como su mérito, pues si bien un grupo de talentosos actores bajo la dirección de una de las creadoras más prominentes de la escena mexicana logran provocar carcajadas, abordar el suicidio desde la comedia sigue siendo un terreno delicado.

En el dichoso reporte inicial, se enumeraban como probables razones para suicidarse: ‘una decepción amorosa, la pérdida de un ser querido, depresión y consumo de sustancias’. Aunque se mencionan de forma casi mecánica (como una lista preestablecida) y no queda del todo claro si Hernández atraviesa por alguna de ellas, quizá no habría estado de más incluir un guiño que funcionara como ancla emocional para quienes, fuera del escenario, realmente estén pasando por un momento de crisis.

Al final, la obra no busca (ni tendría que) dar respuestas, sino más bien reflejar el sinsentido que a veces habita lo cotidiano. Y aunque la risa es un mecanismo poderoso, y sanador, no sobraría resaltar el valor de saberse visto, escuchado y acompañado. Porque a veces, decir que ‘todo está bien’… es apenas una forma de pedir ayuda.

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Fotos: Cortesía Coord. Nal. de Teatro