Por Alegría Martínez/ La voz de la poeta estadounidense inunda el breve escenario de la Sala Novo, minutos antes de iniciar la función de la obra Sylvia. La lectura en inglés del rabioso y adolorido poema dedicado a su padre, “Daddy”, viaja entre sillas de madera cubiertas con sábanas blancas.
La grabación de la BBC se mezcla como un diálogo sobrepuesto y recuerda las voces de “Tres mujeres”, otro de sus poemas. La habitación que evoca la muerte, se ilumina y Sylvia emerge de una sábana como si volviera a la vida.
Patricia Bermúdez interpreta a la escritora nacida un 27 de octubre de 1932 en Boston. Grácil, menuda y descalza bajo su falda gris y su suéter de punto blanco con líneas en azul.
El personaje evoca episodios de su vida, trae al presente fragmentos de su poesía, recuerda partes de lo escrito en La campana de cristal, libro póstumo, publicado con seudónimo en el que su autora se otorgó el nombre de Esther Greenwood como personaje.
Escrita por Gilda Salinas, Sylvia es una obra que une piezas poéticas de la autora de “El Coloso” con partes de su vida, mediante las que construye un personaje cercano a los espectadores de hoy. Una mujer con su particular forma de percibir el mundo que incluye los detalles, las infinitas capas de significados detrás de hechos y palabras.
En el desamparo de una familia inmersa en una sociedad agresiva e indiferente, sujeta a las reglas morales, e ignorante de la ayuda terapéutica que requería una joven con problemas de depresión clínica -y como se supo posteriormente tal vez de bipolaridad-, la chica que amaba el caviar y los baños de tina, desarrolló su escritura sin perder su capacidad de sonreír ante el constante guiño de la muerte.
Alejada del regodeo en pasajes trágicos y violentos, que sobran en la vida de Plath, la dramaturgia de Salinas propone diálogos breves de la poeta con sus seres queridos, que advierten el abismo en el que se convirtió su existencia.
Así es como sobre el escenario y a cargo de un solo actor, Mario Rendón, se hacen presentes: Otto Emil Plath, al que su hija enfrenta, entre el amor y el odio que siente hacia su estricto padre nazi; su madre, Aurelia Schober, hundida en la cerrazón, y su ex marido, el también poeta, e infiel, envidioso y violento Ted Hughes, personajes que cambian de indumentaria, de actitud, de voz y de intención, como si mudaran de piel ante el espectador.
La puesta en escena bajo la dirección de Óscar Casanova, trae al presente a una mujer, un ser humano inteligente, creativo, amoroso y obsesivo que filtra mediante su aguda inteligencia y sensibilidad la realidad asfixiante.
El joven director conoce la vida de la escritora que intentó ser perfecta y en la cima de su alto deseo se percató de la imposibilidad de serlo, presa de una depresión intermitente, detonada por la muerte de su padre cuando ella tenía 9 años y que intentó suicidarse por primera vez con 48 somníferos, al cumplir 20 años.
Óscar Casanova, coherente en su dirección con el texto de Salinas, sugiere en la actitud del actor y la actriz, el maltrato del que fue objeto Plath durante su aterrador matrimonio con Hughes, sin explotar hechos como el intento por parte del escritor de asfixiar a su mujer durante su viaje de novios, como lo narra Paul Alexander en su biografía sobre Plath.
La comprensión del director hacia los problemas depresivos que cada vez más nos aquejan hoy en día y su autodescubrimiento a través de la lectura de “La campana de cristal”, permean esta propuesta escénica centrada en el valor de la persona, su vida y su legado.
Casanova subraya cada cruce de pensamiento de quien fuera madre de dos hijos, su angustia y ansiedad coherentes, minutos antes de decidir introducir la cabeza en el horno de su estufa, un 11 de febrero de 1963. Silvia Plath se enriquece así más allá de ese hecho que precedió al reconocimiento póstumo con el Premio Pulitzer por su obra.
La poesía, la vida y la muerte de quien fuera estudiante y más tarde profesora del Smith College, la misma chica que se juzgó en su adolescencia “tan flaca como un muchacho y apenas ondulada”, nutren la expresión de artistas, biógrafos y amantes de la poesía y el teatro.
Julio Castillo dirigió en 1980, Vacío. Estremecedor e impactante montaje cuyo texto partió de la adaptación del poema Tres mujeres, de Silvia Plath, a cargo de Carmen Boullosa. El personaje de Plath, se desdobló entonces en sus distintos yo, dentro de un amplio espacio cubierto por loseta blanca, como si la casa entera fuera un hospital psiquiátrico, dormitorio e inmensa cocina con estufa y horno sobre el escenario. Isabel Benet, Paloma Woolrich, Jesusa Rodríguez, Guadalupe Noel y Francis Laboriel formaron parte del elenco de esta obra que se presentó
Foro Sor Juana Inés de la Cuz del Centro Cultural Universitario.
Más de 40 años después, Óscar Casanova reúne a un elenco en el que las actrices, Patricia Bermúdez y Fátima Torre, interpretan de manera alternada, en un equilibrio de temporadas, a la escritora que plasmó: “ Morir: es un arte, como todo./Yo lo hago excepcionalmente bien./
Con un diseño escenográfico sencillo, en el que las sillas hablan del vacío y del paso del tiempo, donde destellos de luz azul enmarcan los recuerdos y sin más elementos que unas sábanas, como aquellas que evoca la poeta en “Tres mujeres”: “Las sábanas y los rostros blancos se han detenido/ Como esferas de péndulo…./”, la dirección de Casanova acerca sutilmente al espectador a la vida de Sylvia Plath, más que a su muerte, a esa empatía urgente que se expande hacia quien vive en el pulso incesante de la muerte, por donde se destila la vida.
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Fotos: Alegría Martínez