Más que decir que no hay nada nuevo bajo el sol, en el teatro se afirma que después de Shakespeare todo está dicho. Y después de los griegos, y de Chéjov, y de Beckett, no queda nada más qué decir detrás de ellos. Y, sin embargo, ahí está el teatro. Y aquí está el Teatro Mexicano, con esos referentes mundiales a sus espaldas e intentando lograr una dramaturgia propia, distintiva.
Más de un ejemplo confirma que eso se ha cumplido y con creces a partir de textos originales -partiendo, como ya se mencionó, de saber que realmente nada es original-, pero también, textos en los que se retoman los grandes clásicos internacionales para crear nuevas aproximaciones a esos textos, a esos temas, a esos personajes, a esos universos planteados años atrás.
Tan solo en los próximos días, después de haber visto un montaje del texto mayor de Teneessee Williams, Un tranvía llamado deseo bajo la dirección de Diego del Río, se estrenará Puerto Deseo, que toma la obra de Williams como punto de partida para un ejercicio escénico escrito por Gabriela Guraieb y Mariana Giménez, quien también dirige a un ensamble encabezado por Pablo Marín, actor que interpretará a Blanche DuBois frente al Stanley Kowalski de Cristian Magaloni, en una dramaturgia que pone a Williams en diálogo con autores tan distintos como Gustave Flaubert, Federico García Lorca, Alfonsina Storni y Jaime Gil de Biedma.
No es la primera vez que esta obra -que en México es un referente de la puesta en escena contemporánea gracias al montaje de Seki Sano en 1949- es tomada para crear una nueva. Tennessee en cuerpo y alma es una obra de Ximena Escalante en la que al gran dramaturgo norteamericano se le aparece Blanche Du Bois. El montaje original fue dirigido por Francisco Franco y fue protagonizado por Hernán Mendoza y, en algo que debería hacer más seguido, Itatí Cantoral.
Ya que mencionamos a Ximena Escalante, hay que decir que es en su trabajo en donde de manera más notable y constante se puede apreciar el interés por trasladar los clásicos para explicar el mundo contemporáneo, desde nuestro contexto, desde nuestra lengua, desde nuestras inquietudes: Fedra y otras griegas, Andrómaca real, Electra despierta, Éxtasis Medea y, recientemente, Éxtasis puro son las reinvenciones que Escalante ha propuesto de los clásicos de Eurípides, mientras que en Yo también quiero un profeta retoma a la Salomé de Wilde y Sin permiso fuera de casa ofrece una relectura de Casa de muñecas de Ibsen. Escalante analiza, cuestiona, confronta, revaloriza y dignifica a estas mujeres que son muchas de las mujeres de nuestros días.
La recreación del teatro griego es también una inquietud de David Gaitán, que en Edipo: nadie es ateo y su Antígona ha tenido dos de sus más importantes éxitos como dramaturgo y director. Y es que, ante la realidad mexicana, obras como Antígona resultan fundamentales para reflejarla ante el espectador y cada tanto en cartelera hay una obra inspirada en este personaje.
En su momento, Luisa Josefina Hernández presentó su propia Hécuba, el actor y director David Hevia tuvo notables dramaturgias con Playmedea -interpretada sobriamente por Carolina Politti– y Beauty Free Helena, mientras Flavio González Mello recurrió a la comedia en Edip en Colofón.
Hay quienes todavía recuerdan el poder de Ofelia Medina en Fedra y de Delia Casanova y Blanca Guerra como Clitemnestra y Electra en Secretos de familia, ambas obras escritas y dirigidas por su maestro Héctor Mendoza, quien aprovechó las raíces griegas para alimentar su dramaturgia y, de paso, comprobar sus teorías escénicas con sus prestigiados alumnos.
Ésto último fue aún más notorio con las reversiones que hizo de autores del Siglo de Oro. Así, en El burlador de Tirso, a partir de El burlador de Sevilla, Mendoza ponía en texto y en escena su teoría de la creación en colectivo.
Gerardo Mancebo hizo lo propio con El galán fantasma o un calderón con frijoles a partir de Calderón de la Barca, autor de quien Ricardo Díaz versionó La vida es sueño como El veneno que duerme.
Más hacia nuestros años, Álvaro Cerviño dirigió para el Carro de Comedias de la UNAM su texto La plaza de Juan y Juana, a partir de La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón y Los empeños de una casa de Sor Juana.
La obra Volver a Fuenteovejuna, que parte del clásico de Lope de Vega y de la figura del propio autor, ha tenido exitosas temporadas gracias al texto de Mariana Hartasánchez dirigido por Ginés Cruz. Camila Villegas versionó La dama boba, también de Lope, a ritmo de son jarocho bajo el título Finea en el Papaloapan.
Aunque ya se ha hablado sobre él en este espacio, es imposible no mencionar a Chéjov, quien ha sido abordado por creadores como Alonso Íñiguez en Tréplev, taxidermia en cuatro actos y recientemente Luis Mario Moncada en Ya no hay bosque de niebla, una reinvención de Tío Vania que escenificó la Compañía Nacional de Teatro.
Luis Eduardo Yee transformó Las tres hermanas en Manada, mientras que el colectivo Vaca 35 tomó la misma obra como mero pretexto para crear la delirante Ese recuerdo ya nadie te lo puede quitar. De hecho, la creación más representativa de este grupo, Lo único que necesita una gran actriz es una gran obra y las ganas de triunfar, parte del clásico francés Las criadas, del poco explorado en México, Jean Genet. De Strindberg, Juan Carlos Franco versionó Señorita Julia en una producción de la CNT, Juan y Julia nunca supieron cómo.
En otro momento ya se han mencionado las adaptaciones teatrales que en nuestro país se han hecho, a partir de obras literarias clásicas y contemporáneas, lo cual ha enriquecido el panorama de la dramaturgia mexicana.
En los últimos meses han surgido propuestas como La casa salvaje, un ejercicio escénico de la directora Mariana Giménez y las actrices Mariana Villegas e Irene Azuela, al igual que el retorno de la muy elogiada Flores negras del destino nos apartan, la adaptación que José Juan Sánchez, bajo la dirección de Belén Aguilar, hizo de la novela de Julián Herbert, Canción de tumba.
La compañía Gorguz Teatro está escenificando en Monterrey otra versión teatral de una novela de David Toscana -de quien versionó El ejército iluminado-, la premiada Olegaroy.
Recientemente, se disfrutó de la adaptación que Netty Radvanyi y Micaela Gramajo realizaron del relato, La excursión de las niñas muertas, que la escritora alemana Anna Seghers -quien nació en 1900, pero actualmente ha tenido una revaloración- escribió durante su exilio en México.
Y, volviendo al principio, si los griegos siguen ofreciendo material a borbotones desde el siglo V a.C., qué no hará el teatro de William Shakespeare, que fue escrito apenas hace cinco siglos.
Baste decir que uno de los montajes mexicanos más aplaudidos, repuestos y estudiados de la última década es Mendoza, la versión que de Macbeth hacen Antonio Zúñiga y Juan Carrillo. Siguiendo esa exitosa estela, Carrillo continuó con reversiones, puestas en un contexto mexicano, de otras obras del Bardo: Romeo y Julieta se tornó Nacahue: Ramón y Hortensia, Otelo fue Silencio y El Rey Lear se convirtió en Reina.
Carrillo es quien de manera más fiel y constante, en el nuevo siglo, sigue la estela que en el siglo XX inició León Felipe con sus paráfrasis de Noche de reyes, Otelo y Macbeth, tituladas respectivamente No es cordero que es cordera, El pañuelo encantado y El asesino del sueño.
En los años ochenta, Héctor Mendoza puso en escena un ensayo teatralizado en el que virtió sus teorías sobre El Príncipe de Dinamarca: Hamlet, por ejemplo. Al famosísimo hombrecillo también lo han abordado Ileana Diéguez y Ricardo Díaz en No ser Hamlet.
El Moro de Venecia ha sido un excelente punto de partida para hablar sobre violencia hacia la mujer y feminicidos, como lo demuestran Otelo sobre la mesa de Jaime Chabaud, NoOthello de José Alberto Gallardo, La maté por un pañuelo de Andrea Salmerón, Merienda de negros y Oscuro de Edgar Chías.
Los trágicos amantes han sido revisitados por generaciones tan diferentes como don Rafael Solana, quien en Pudo haber sido en Verona logró, dicen los que saben, una de sus comedias más exquisitas, hasta Verónica Bujeiro de quien el año pasado se escenificó Ese amor de Romeo y Julieta, pasando por El caso Romeo y Julieta, paráfrasis policiaca escrita por Betha Hiriart, Ángeles Fernández y Sandra Félix, con dirección de esta última.
Por si fuera poco, esta tragedia adolescente es el detonante para que Bárbara Colio ponga a dialogar a tres mujeres del teatro universal: la Nora de Ibsen, la Nina de Chéjov y la Blanche de Williams en la muy premiada Julieta tiene la culpa.
Mientras la no tan escenificada Cuento de invierno tuvo una versión para dos personajes a cargo de Juan Carlos Vives titulada Te lo cuento en invierno y la última obra shakesperiana, La tempestad, fue reinventada por Flavio González Mello en Temporal, la tragedia shakesperiana mayor, El Rey Lear, tuvo una reciente reinvención a cargo de Fernando Bonilla en El Corrido del Rey Lear -realizada en homenaje póstumo a su padre Héctor Bonilla y al estupendo actor Fernando Balzaretti-, en Atracciones Lear de Eduardo Castañeda y otra más en años anteriores con Anamnesis de Jaime Chabaud.
Empero, si hay una obra shakesperiana que ha funcionado para hablar sobre lo que desde hace varios años se vive a nivel político y social, ahí está Ricardo III: Ricardo III 0.1 de David Gaitán y Yo soy dios o podría serlo sin ningún problema de Jaime Coello son dramaturgias mexicanas impulsadas por el Foro Shakespeare la década pasada. Yo tenía un Ricardo hasta que un Ricardo lo mató de Teatro Bárbaro de Chihuahua y R3 de la compañía Barón Negro de Querétaro son obras que nos hablan del invierno de nuestro descontento que espera volverse verano.
Para la dramaturgia mexicana, el recurrir a estos clásicos del teatro y la literatura para seguir forjando y renovando su tradición, la mantiene, a juzgar por los ejemplos citados, en constante verano, no exento de tormentas tropicales, pero verano al fin.
Por Enrique Saavedra
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