Por Alegría Martínez/ Entre las butacas rojas y vacías de un teatro, se yergue el tronco seco de un árbol que termina en horqueta bañada de luz blanca. La soledad y el vacío atraen a fantasmas, personajes, actrices y actores en la desesperanza esculpida por un público desmemoriado y ausente.
La poderosa imagen que remite a la obra de Beckett, Esperando a Godot, incluye, minutos después, a tres personas del equipo técnico, al interior de la cabina y luego a los integrantes del elenco, que bajo sábanas blancas con ovalados ojos fantasmales, se ubican entre las butacas, a unos pasos del escenario.
La composición, instalada en la memoria que cada persona pudiera tener del deshojado y solitario árbol, resume de algún modo la urgencia por renacer que se transforma en lamento con ecos de humor y canciones, en torno al desencanto de un grupo de actrices y actores que deciden desnudar la infausta existencia del ser teatral.
Se trata de la obra De cómo a nadie le importa el teatro, creación colectiva del grupo Vaca 35, con textos de Ángel Hernández, Diego Cristian Saldaña y Damián Cervantes, también director de escena.
La función tiene lugar sobre el escenario, donde el público toma asiento en sillas de distintas épocas, estilos y colores ubicadas en los laterales, desde donde observa lo que parece un extendido camerino con espejo, tocador, pelucas, afeites y objetos que bajan como en cascada hasta el piso, más allá del delgado techo que resguarda una parte, entre lámparas, vasijas, utensilios, un globo terráqueo, un helecho y buena parte del elenco, algunos sentados en el suelo.
Los distintos textos que integran De cómo a nadie le importa el teatro, resumen parte de la complejidad que viven las personas dedicadas a esta disciplina artística. Desde los asuntos relacionados con la endeble economía – para la que casi nadie está preparado, incluidos largos periodos de ensayos sin percepción de sueldo alguno, hasta que llegan las funciones, que según la institución o el acuerdo realizado, podría tardar meses en liberar- lo que abonará a la deuda permanente en la que viven los artistas, hasta la falta de servicios médicos, entre muchas otras carencias, a las que se suman la incomprensión institucional generalizada de lo que implica el arte escénico.
La falta de público, la dificultad para crearlo, la tristeza de actrices, actores y personajes, que 120 años atrás dieron función en ese escenario, hoy habitado por los integrantes de Vaca 35 que prestan su cuerpo y su voz a los olvidados -entre los que se incluyen-, es parte del clamor que emerge desde los rincones del teatro.
Los espectadores buscan dónde enfocar su mirada frente a las acciones múltiples del elenco. Los títulos de las distintas escenas se proyectan en letras blancas sobre fondo negro, arriba de vestuario y objetos.
Un rack con diversas prendas teatrales, entre las que destaca una armadura, sostiene la indumentaria que alguna vez usaron otros elencos, junto a una cabeza de caballo. Sillas, un ventanal sobre el muro, lámparas de pie y un tambor, entre muchos elementos más, descansan al fondo del foro.
Un dorado Ángel de la Independencia custodia una esquina del proscenio. Algunas reses de carnicería suspendidas sobre el escenario traen a la memoria el montaje de Santa Juana de los mataderos, de Bertolt Brecht, que dirigió Luis de Tavira en 2001. El foro está poblado de elementos que formaron parte de distintas puestas en escena.
La ficticia creación de un sindicato vuela en palabras que se escurren entre autocrítica y conocimiento de una realidad aplastante. El elenco alude a los complejos procesos de memorización, de creación de metáforas. Defiende su derecho a renunciar, aun sin contrato y sin derechos laborales, a dejar entretener,
de conmover.
Música, canciones, coreografías, minutos que aluden al teatro Kabuki, momentos cómicos, trágicos, sarcásticos, como el “Instructivo para aplaudirse a sí mismo”, o el concierto de ronquidos que emergen del espacio destinado al público, tienen lugar en este espacio que se abre al vacío.
Un letrero a manos de un actor que cuza el escenario, afirma: “Esta obra no me representa”. La actriz Carmen Zavaleta muestra otra frase sobre una hoja en la que se entiende que el estado de salud de su corazón le impide participar en una de las escenas. No obstante, la también escritora y docente, toma parte activa en otras, de ejecución complicada.
La libertad creativa de Vaca 35, da cabida a las diversas posturas y propuestas de sus integrantes, que a partir de su trabajo de creación colectiva, enriquece contenido y expresiones valiosas. Quizá el correr de las funciones dé lugar a un proceso para afinar, acotar y profundizar en lo hallado.
La metáfora, la poesía, la evocación de los múltiples significados a partir de la imagen del árbol seco en alusión a la obra de Becket, podría progresar mucho más allá, de la espera.
Los integrantes de Vaca 35, se plantan en escena desde su honestidad, con la autenticidad que los caracteriza y esta obra muestra una de sus mayores preocupaciones, con la que coincidirá buena parte de la comunidad teatral. Podría ser esta la oportunidad para dar cauce a lo más urgente de su planteamiento, más allá de lo que en este caso opine el público, ante el clamor siempre acallado.
Cabe la inquietud respecto a qué tan abierto está el espectador a ser receptivo y parte activa de un montaje que deja al descubierto la inmensa fragilidad del teatro y sus hacedores. Qué tanto disfruta, o rechaza ser testigo de la desesperación por detener el vacío del olvido, a favor de un nuevo comienzo.
Lo que se puede afirmar con contundencia es que se trata de una postura artística valiente, que refleja una realidad comúnmente ahogada entre el estómago y la garganta, en una marea de lava que explota en intermitencias y se apacigua, asida con fiereza al tesoro que únicamente puede otorgar el teatro a sus habitantes y a su público, por más que persista la indiferencia y la desmemoria.
Carmen Zavaleta, Damián Cervantes, Elizabeth Glass, Estefanía Martínez, Gonzalo Herrerías, José Rafael Flores, Mariana Montenegro, Mari Carmen Ruiz, Sandra Rosales y Umberto Morales, forman parte del elenco de, De cómo a nadie le importa el teatro.
Gabriel Pascal, es autor del diseño de espacio e iluminación, creador de la imagen del árbol, entre cientos de elementos teatrales, que desde otras áreas escénicas, irradian la carga y el poder de montajes que quizá viven en la memoria de un sector del público, entre ecos y fantasmas.
Con producción ejecutiva de José Rafael Flores y Fanny Delgado, De cómo a nadie le importa el teatro, cuenta con movimiento escénico y coreografía de Sara Montero; dramaturgia musical de Diego Cristian Saldaña, Estefanía Martínez y Gonzalo Herrerías; asesoría vocal y coro de Marco Paul Silva Ruiz; fotografía y diseño de Umberto Morales, y fotografías de Damián Cervantes.
La obra se presentó en el Teatro Orientación y actualmente se presenta en el Teatro El Milagro consulta horarios y precios, aquí.
Fotos: Mariano Zapata
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