Por Alegría Martínez/ Un volantín combinado en rojo y acero, y el muro grafiteado de un parque público, con reja tubular en la parte superior, condensan la desesperación creciente de dos mujeres: una madre que pierde al hijo que antes no quería tener y otra que lo hace suyo en su inmensa necesidad de crianza. Casas vacías, de Brenda Navarro, vuelca sobre el escenario palabras y movimientos que expanden la dimensión de la maternidad ante el asomo de verdades pocas veces pronunciadas.
La novela escrita por Navarro en 2019 llega al escenario adaptada por Humberto Pérez Mortera, en una producción de Irene Azuela y Berenice González, bajo la dirección de Mariana Giménez.
La puesta en escena de Mariana Giménez abre espacio al caudal de palabras que surgen del cuerpo y la voz de dos personajes en situaciones antagónicas, unidos por un niño con autismo, cuya presencia en la vida de uno y ausencia en la del otro profundiza en ese complejo estado en el que inserta la maternidad a las mujeres, en distintas circunstancias.
El público observa en escena —sin saberlo al inicio— al personaje femenino que causa el dolor del otro y acompaña en su desasosiego al que padece su destino por otros motivos. La madre biológica, de clase acomodada, y la de escasos recursos —que cumple a ratos su deseo de criar a un hijo— comparten lo que implica su vida con y sin el niño, blanco del anhelo y de la rabia de una, así como de la aceptación maternal en constante transformación de la otra.
Parte del peso que genera el permanente vacío propio y la ausencia-presencia de aquel pequeño ser en el que se depositan temores, anhelos y expectativas es lo que exhala Casas vacías, texto que expone la precaria situación económica, educativa y emocional, inserta en maltrato y violencia, de quien decidió ser madre por la vía que pudo y, por otra parte, de aquella que, en el conflicto inicial de serlo o no, fue madre por un tiempo que terminó abruptamente.
Casas vacías expone, sin hacer juicios, los motivos que llevaron a ambas madres a la situación por la que transitan. Los personajes se auto-cuestionan y culpan en un análisis volcado en palabras, que busca respuestas a aquello que las aqueja.
Desde un proceso casi existencialista en el caso de la madre biológica hasta el rechazo ante el devenir de sucesos que muestran su impulso y determinación ante la necesidad, en el caso de quien elige ser madre, las dos mujeres de Casas vacías se encuentran en el contrapunto que representa el niño autista en su vida.
La dinámica del movimiento corporal, tanto individual como en convergencia de ambas mujeres, interpretadas por Paula Watson y Mariana Villegas, que a ratos se repelen y por momentos se unen casi hasta fundirse en un solo elemento vivo conformado por dos cuerpos, es un acierto de la directora Giménez, que traduce en una especie de coreografía violenta, grácil y ríspida lo que supura el conflicto que viven los personajes.
Paula Watson refleja en su cuerpo, que toma forma geométrica, tensa y flácida a un tiempo, lo que narra el personaje de Mariana Villegas cuando hace referencia al hombre, pareja intermitente de su personaje, en tanto madre no biológica, enganchada al ciclo sin fin de la promesa eterna de paternidad, el desdén y la manipulación machista.
El círculo vicioso en el que ambas se encuentran, la indefensión del niño autista, que toma forma en la imagen tirada sobre el piso de Watson y en su repetido vocablo de dos sílabas, la huella de ese parque público al que se vuelve en busca de lo que un día fue y de la cotidianeidad que dejó de ser, residen en ese volantín público, que gira con dos mujeres ausentes, ahí expulsadas de esa casa en la que se han convertido, ahora hueca, por vía de una maternidad distante del cliché de santidad con que se le ha revestido.
El rojo rellena a manos de las actrices, como en un gesto natural, los pequeños espacios dentro de los dibujos con gis blanco del grafiti, como si el único muro del parque público fuera testigo de la huella sangrante de dos madres desposeídas.
El desafío de trasladar a la escena un mar de palabras y situaciones que determinan a los personajes, para ponerlos en voz de cada uno, de modo que estos cuenten lo ocurrido, revela la disección dramatúrgica que implicó la acertada adaptación de Mortera.
Cabe la reflexión, ante el profesional e intenso trabajo actoral de Paula Watson y Mariana Villegas, sobre la modulación del tono que rumbo al final adquiere la narración del entorno trágico que agobia a la madre no biológica, esto en aras de conservar el equilibrio que en apariencia exige el texto, al margen de la autoconmiseración, como en efecto ocurre durante toda la función hasta antes de ese momento.
Las decisiones de la dirección para elegir un lugar evocador y desgarrador a un tiempo, diseñado por la escenógrafa e iluminadora Patricia Gutiérrez Arriaga; la asesoría de movimiento de Luis Arturo Rodríguez, que trae a la presencia de forma categórica a los personajes ausentes y funde a los presentes.
Así como el diseño sonoro de Miguel Tercero, que acota y señala eficazmente instantes clave del derrumbe y el impasse emocional de los personajes, y el vestuario de Julia Reyes Retana, que otorga signos certeros de la opuesta personalidad de cada madre, apuntalan el complejo trabajo de dirección de Mariana Giménez, a partir de un texto abierto a las complejas contradicciones que la maternidad impone.
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Fotos: Cortesía Producción