Por Alegría Martínez/ El cortante hilo de la depresión, la intención de fugarse para poner fin al martirio de una vida sin opciones, atraviesa la existencia de madre, hija y nieta, extraídas cada una de su época, para convivir en un mismo espacio donde, sin poder verse, se enlazan en un dolor que trastoca su mente a ratos, de los que cada una intenta huir a su modo, pero también vincularse a sucesos que las mantengan en la continuidad de un latido.

Todo esto, aunado al reclamo masculino enfocado a su propio malestar, y al rechazo de lo que altera su habitual comodidad, lacera la fragilidad extrema de la protagonista, sin considerar que ha tenido una crisis que la llevó a atentar contra su vida.

La dramaturga, Alice Birch (Malvern, Reino Unido 1986), evidencia esa generalizada visión masculina que se enfoca en sí misma, impedida de ampliarse a las necesidades de alguien más, de modo que a lo largo de la obra ésta se traduce en una exigencia continua.

Por su parte, el actor Antón Araiza sustenta el perenne gesto de desaprobación y hartazgo que su personaje, José, esposo de Caro, deja escapar en reclamos cortos y contenidos de reproche, pasando de marido condescendiente a hostil con reclamos disfrazados de comprensión. Mientras el personaje a cargo de Hamlet Ramírez, pareja de Ana, se conduce inseguro, dócil y encantador hasta que da un vuelco la vida de su mujer.

La dirección de Cristian Magaloni guía a estos personajes, mediante la interpretación de los actores Antón Araiza y Hamlet Ramírez, justo al rango de esa violencia sutil que sube como enredadera ante la precaria situación emocional por la que atraviesan, por separado, madre e hija.

El personaje de Fernanda Castillo, Caro, en la necesidad de pedir perdón de forma intermitente, presa de una soledad cíclica y expansiva, vive la presión de su esposo para convertirse en madre, recuperada a medias de su reciente crisis. Si bien más tarde ella descubre el poderoso imán que une a madre e hija, la obra de Birch también se enfoca en la contraparte de este vínculo: el shock, el pavor, casi imposible de amortiguar, en torno al bienestar de ese ser, creado al interior del cuerpo de una mujer, que jamás volverá a ser, a sentir, ni a comportarse, como cuando fue un ente individual exento de ese vínculo.

Así es como la también autora del guion de la serie Lady Macbeth, deja a sus personajes maternos en la libertad de sentir ese abismo oscuro que abre la maternidad, conocer a ese extraño “yo” que jamás se reconstituye, a menos que se enfoque en sí, cada vez que pueda, y en esos pequeños y maravillosos milagros que revelan la llegada de un nuevo ser y conllevan otra forma de amar, cuando esto es posible.

La preocupación central de Birch es explorar la posibilidad de que el impulso suicida sea hereditario en distintas generaciones de la familia, como sucede a sus protagonistas. Aunque esto sea factible, las circunstancias en torno a ellas levantan, además, un cerco de incomprensión y acecho, acentuado por padecimientos mentales que las asfixian, aun cuando en el ínter vivan algún episodio reconfortante.

La fragilidad de la salud mental, tanto de Caro, como de Ana -incluida una pulsión inestable presente en la cotidianidad de la nieta Ivonne- otorga distintos argumentos a los personajes que interactúan con ellas, mayoritariamente hombres, cuya autodefensa acciona mecanismos que revictimizan a las mujeres, señaladas por el mal hábito social que no toma en serio sus males al considerarlos características habituales del exacerbado comportamiento femenino. Comúnmente, quienes no se encuentran en la esfera de la depresión, responsabilizan de ésta a quienes la padecen y así les niegan un verdadero apoyo.

Fernanda Castillo, estoica en la construcción de su personaje, lo introduce suavemente a un hipnótico ciclo de culpa y vergüenza. Posteriormente, lo ubica ansioso en el vacío que abre la separación momentánea de su recién nacida, para ahuyentarlo de su presente después, aunque lo perciba en un principio como un despojo.

Tolerante, franca y valiente ante el cuestionamiento infantil; renovada por instantes ante el recuerdo de una joven osadía de tiempo atrás, Fernanda Castillo instala a Caro en la delicada presencia, casi fantasmal en la que su personaje se transforma, enfundado en su sobrio vestido rojo, en bata, o en el elegante atuendo de fiesta color cobre que cubren su delgado cuerpo de alta densidad.

Paula Watson, crea con su interpretación a una Ana ligera como una pluma, hasta que se libera de su dependencia a los fármacos y se deja arrastrar por su euforia, su ira, su dolor, al que se suma el de su madre, aunque haya vivido previos y volátiles momentos ilusorios.

Por su parte, Diana Sedano, que interpreta a Ivonne, la nieta y mujer más joven de las tres, desarrolla el germen del rechazo autoprotector, que la pone a resguardo de la cercanía humana. La actriz irradia la energía de una mujer que no encuentra sosiego pero que piensa y actúa enfocada al futuro, en el intento de romper el círculo que aprisionó a sus antecesoras.

La dogmática cuñada Emma, y posteriormente Karen, Dany adulta, Esther, enfermera, ginecóloga y psiquiatra, son algunos de los personajes que desarrolla Amanda Farah, en la compleja labor de otorgar a cada uno, la voz, el modo de andar, de caminar e involucrarse, a ratos como antagonista, en las diversas situaciones en las que éstos inciden durante los drásticos cambios que sufren cada una de las tres mujeres vinculadas por lazos de sangre.

Montserrat Ángeles Peralta, en los papeles de Laura, psiquiatra, enfermera y Josefina, este último, de mayor importancia en la vida de Ivonne, pone en evidencia, con un acertado manejo de la emoción que propulsa la posibilidad de un nuevo amor, la inestabilidad interna contra la que se debate constantemente la aguerrida hija de dos mujeres suicidas.

Lucía Ribeiro, en el rol de distintas niñas y jóvenes vinculadas con la familia femenina, incluida Ana en su adolescencia, apuntala con esa franca irreverencia propia de todo joven, la conciencia en torno a preguntas que exigen clara respuesta ante diversas heridas abiertas.

Santiago Zenteno, como Diego, Tony, el psiquiatra y Luis, resume, de manera distinta en cada uno de los personajes que interpreta, esa especie de rabia que repta por algunos de los integrantes de la comunidad masculina, cuando no saben cómo responder ante el caos que despliega el suicidio.

Cristian Magaloni se planta con solvencia ante el desafío de un texto que además de proponer hipótesis, plantear interrogantes, desvanecer mitos y romanticismos, cruza de manera simultánea sobre el escenario fragmentos de las distintas etapas clave vividas por las tres mujeres en fragmentos de tiempo.

Determinados diálogos que se repiten, hacen contrapunto o se sueltan, como si las palabras tuvieran libre albedrío, con lo que subrayan, contrastan y re dimensionan el agobio por el que atraviesan los personajes, se traduce en escena como un concierto de frases vivas que emiten nuevos significados.

Un escenario con módulos de metal y vidrio o acrílico transparente, semejantes a biombos, elementos que separan, unen y permiten ver acciones al fondo, dominan el espacio escenográfico diseñado por Ana Adriá y Marcela Vethencourt, que ostenta un largo escalón terminado en madera con trampas que abren paso a una porción de agua, de tierra, de esa zona mínima donde aparece una brecha de paz.

En su faceta de director, Magaloni pone al servicio del montaje su experiencia como actor y dramaturgo, en tanto hace suya la simultaneidad de las escenas, de los textos, de lugares y conflictos de modo que su elenco hace crecer a los personajes.

Música que habla de la época a la que pertenece cada mujer de esta familia, que ronda los años 60-70, 90 y una etapa cercana a la actual, ubican, entre otros sonidos, notas de jazz o blues que envuelven momentos de la vida de Caro.

Elegantes y sobrios vestidos, aparte de un mandil, la bata de hospital, y un recatado traje de baño para la Madre; prendas ligeras, sueltas, bellas y transparentes, fuera de un grueso abrigo gris que cubre a la hija en momentos de cambio, y cómoda ropa actual, aparte de su uniforme de doctora y su traje de entrenamiento para la nieta, forman parte del acertado vestuario de Giselle Sandiel.

El efecto de un tiempo que avanza y retrocede, como si intercalaran siluetas a color, o en azul; sucesos, instantes que traen al presente épocas pasadas que reviven, para después proyectar casi un futuro, es parte del diseño de iluminación de Víctor Zapatero, que juega con los biombos transparentes al mostrar acciones cinematográficas al fondo, hasta que la luz nítida acerca a las personas de cara al espectador.

Anatomía de un suicidio, producción de Ana Kupfer, es una obra compleja, exigente para el equipo artístico y para el público, que verá ante sí el tránsito hacia ese ansiado espacio de fuga y paz, con que seducen depresión y suicidio, hasta que alguien abre la posibilidad de dar un paso contundente.

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Fotos: Luis Quiroz