Parece un ensayo cotidiano, pero no lo es. Mientras espera al director de El Mercader de Venecia, el actor que interpreta a Shylock no puede más y se lanza a confrontar a la asistente de dirección que le acompaña, teniendo como detonante un tema central: la exageración. La del actor, la del actor viejo que sigue haciendo y deshaciendo en escena a punta de una voz avasallante y gestos amplios, la del hombre que se formó en las tablas de la segunda mitad del siglo XX, la del histrión que fue partícipe de momentos clave del teatro de esa época, la de la figura mítica que encabeza repartos en donde sus compañeros son varios años menores que él y pertenecen a otra generación, a otra forma de hacer y entender el teatro, como es el caso de esa asistente, que conforme avanza la charla va descubriendo a un actor, a un hombre y, con él, a buena parte de la historia del teatro mexicano.

Se trataba de un personaje, sí, pero ese actor de la ficción creado en texto y dirección por David Olguín, daba cuenta de muchas de las anécdotas de vida y de teatro que cargaba su actor de la realidad, Mauricio Davison, quien luego de una vida y, muy notablemente, de una vejez plenamente activa como actor, partió a los 82 años de edad.

Nacido en Chile en 1940, se afincó a finales de los años sesenta en nuestro país. Desde entonces, Davison colaboró con diversos, pero no demasiados, directores teatrales. El primero y con quien hasta después de su muerte se le sigue relacionando, es con Juan José Gurrola. Bajo su dirección, inauguró el Teatro Juan Ruiz de Alarcón con el montaje mítico de La prueba de las promesas. Desde entonces, el nombre de Davison está igualmente ligado al del teatro universitario, en donde tuvo éxitos importantes. Junto a Gurrola logró una época muy importante con puestas en escena como Lástima que sea puta de John Ford, Miscast de Salvador Elizondo, Espejos de Raúl Falcó, El hacedor de teatro de Thomas Bernhard.

En alguna de las funciones de la obra de Elizondo, acudió un joven espectador, entonces estudiante del Centro Universitario de Teatro, David Olguín, quien varios años después sería definitivo en la última etapa de la trayectoria de Davison: “Aquella experiencia fue imborrable en muchos sentidos: la puesta en escena de Juan José Gurrola, los actores y, por supuesto Mauricio Davison, a quien recuerdo como un monstruo en escena, con su voz nasal y su maravillosa exageración. Verlo en el escenario era de lo más peculiar, por ese estilo tan propio, que en ese entonces era mal visto e incluso en la escuela lo ponían como mal ejemplo”.

También en esa época con Gurrola, precisamente en el montaje de Espejos, lo descubrió otro joven estudiante de la ya desaparecida carrera de Dirección del CUT, David Hevia, quien con el paso de los años sería director, compañero de escena y amigo de Davison: “Era una obra muy extraña, pero él me impresionó por su singularidad, su solvencia y la enorme empatía y comunicación con él público. Yo era muy joven, pero hasta entonces yo no había visto a un actor como él en México”.

Tanto Olguín como Hevia tuvieron la oportunidad de pasar de ser admiradores a compañeros de trabajo y, sobre todo, amigos del actor, lo que les permitió conocer a un ser humano igualmente peculiar: “Mauricio llevó una vida ascética pero al mismo tiempo era un hombre muy vital, bebedor de buen whisky, galán”, recuerda Hevia, quien aún recuerda su figura imponente personificando a un derrotado Oscar Wilde en El fantasma del Hotel Alsace de Vicente Quirarte, uno de los montajes más exitosos de la mancuerna que conformaron Mauricio Davison y el director Eduardo Ruiz Saviñón, cuyas propuestas ancladas en el estilo gótico embonaba con la voz y gesto imponentes del actor.

A decir de Hevia, “esa fascinación por lo perverso, por lo gótico y lo oscuro, lo hace uno de los actores que mejor habla en el teatro. Me refiero no a la dicción o a la entonación, sino que, para mí, en el teatro la palabra se vuelve algo sumamente importante que siento que cada vez se ha mermado más en los teatros, con el famoso medio tono”.

Por ello aún resuenan en nuestra Cartelera de Teatro otros montajes de la dupla que lograron Davison y Ruiz Saviñón, como El caballo asesinado de Francisco Tario y Minetti de Thomas Bernhard, un autor por demás relevante para la trayectoria del histrión.

De hecho, Hevia recuerda que él fue quien propuso a Davison llevar a escena el texto Simplemente complicado de Bernhard. Empero, Juan José Gurrola se adelantó con el proyecto y lo dirigió, llevando a Davison como protagonista. Este montaje fue el último del siempre controvertido director, quien falleció días después del estreno. Así, “el actor de Gurrola”, como era conocido Davison, entró a una nueva etapa en la que se puso bajo las órdenes de una nueva generación de creadores escénicos. “Pasan los años y se va transformando la percepción de la actoralidad. Lo que es muy impresionante es cómo él se mantuvo fiel a sí mismo en su estilo y en su idea de la teatralidad. Fue un hombre fiel a un teatro complejo, siempre en busca de textos importantes, un teatro que significara y que hiciera honor a la complejidad del ser humano”.

Bajo esas premisas, actuó dirigido por David Hevia en Hermanas, su versión libre al clásico de Chéjov. “Cuando le ofrecí el papel del Doctor Chebutikin me dijo: es un poco corto, ¿le podrías poner más texto? Yo hago dramaturgias libres sobre textos clásicos, entonces encontré una descripción sobre el matrimonio en los diarios de Tolstoi y la agregué. Él llegaba con el texto aprendido y con una propuesta, era capaz de leer lo que a veces uno como director no puede enunciar con palabras. Él entendía de otra manera y solucionaba con algo que no viene de la dirección, sino de las propias tablas, del teatro mismo”.

El siguiente encuentro de Davison y Hevia fue como compañeros de escena en una puesta en escena que se convirtió en un referente para una nueva generación: el montaje de Tío Vania de Antón Chéjov que realizó David Olguín, con la traducción de Ludwik Margules en el Foro Sor Juana Inés de la Cruz de la UNAM. Con Arturo Ríos como Vania y Laura Almela como Helena, Hevia fue el Doctor Astrov y Davison fue Serebriakov, el encargado de mover los hilos de esa trágica comedia del campo.

Olguín evoca emocionado: “Yo tenía pleno conocimiento de él como actor y pensé que sus características le iban muy bien a Serebriakov, con ese histrionismo de profesor ruso, ese construir la doble cara del éxito académico y, en contraste, la negra noche en que Chéjov lo presenta: un hombre con gota, atormentado, de una vanidad que ni él mismo soporta y que le hace la vida un infierno a su esposa y a los que lo rodean. Él de inmediato aceptó”.

Hevia comparte: “Lo que aporta Mauricio como compañero detrás de escena: los pequeños chistes, la irreverencia. Eso es maravilloso: ser irreverente con el texto y al mismo tiempo tener la conciencia y la profundidad del personaje. No había escenas entre Astrov y Serebriakov, queríamos que David agregara alguna, pero él es más ortodoxo”, confiesa entre risas.

Y si bien directores jóvenes como  Alberto Villarreal también lo homenajearon al invitarlo a participar en proyectos como Memorial -en donde interpretó al mismísimo Hugh Hefner-, fue con David Olguín con quien Davison logró una plena identificación, pues tras escucharlo y conocerlo a fondo, el dramaturgo y director construyó proyectos a partir de la figura del actor.

Así, le cumplió el anhelado sueño de ser Shylock, el avaricioso judío de El Mercader de Venecia, Antonio, que fue interpretado por Hevia, quien ahora sí estaba todo el tiempo en escena junto a él, interpretando a dos serios enemigos: “Mauricio logró hacer un homenaje a su admiradísimo maestro Sir Laurence Olivier. Hizo un Shylock no vanguardista o distinto, era incluso un cliché, pero ese cliché es profundo, ese manierismo se entendía muy bien.” En la última temporada de la obra, ya sin Hevia al frente, Davison guió a un grupo de jóvenes actores desde la comodidad de una silla de ruedas, desde donde lanzaba las punzantes frases de Shakespeare que le valían sendas carcajadas de la audiencia”.

Durante el proceso de ese elogiado montaje, Olguín notó una notable diferencia entre la situación del personaje y la del actor. “En ese momento a mí me interesaba reflexionar en la lógica del capitalismo, del artista contemporáneo y del actor que se dedica al teatro de arte frente a la maquinaria económica con la necesidad de tener una vida digna. Enrolados en ese trabajo, yo le decía que me sorprendía mucho que viviera con precariedades económicas. Vi a un actor que en la ficción habla de oro, que acaricia sus dineros mientras piensa que prefiere ver a su hija antes del ataúd antes que perder sus diamantes, un actor que dice eso con enorme convicción pero tiene sus bolsillos vacíos”.

Ese contraste y esa historia de vida fue la punta de partida para La exageración, una impecable pieza no para un actor, sino para Mauricio Davison, y para una joven actriz, que primero fue María del Mar Náder. En la obra, Davison era Mauricio, un actor que está ensayando El Mercader de Venecia y que al mismo tiempo tiene una precariedad económica.

“Yo tomaba elementos de lo que él me había platicado. Tras hacer una primera versión me atreví a decirle: Davison, he estado haciendo un texto sobre ti, es una especie de biografía inventada. Me dijo que quería leerla, la leyó y me dijo: sí, suscribo lo que dices de mí. Solo cámbiale una cosita. Yo había puesto en el texto, para no ofender a nadie, que el personaje está casi muriéndose de hambre. Y él me pidió: quítale el casi. Me dio mucha risa”, evoca Olguín conmovido.

Tras estrenar La exageración, el dramaturgo y director invitó a Davison a su siguiente montaje, México 68, su muy particular visión sobre el movimiento estudiantil y la matanza de Tlatelolco, que estaba cumpliendo 50 años. Allí, Davison encarnó a un viejo líder del 68. “Ahí aprovechamos la nostalgia por el 68, aunque Mauricio no fue un militante en esa época. Él no es un hombre que haya salido de Chile por sus ideas, sino en busca de oportunidades económicas.”

En esa obra participó, recién egresada de la ENAT, Mar Aroko, quien recuerda emocionada sus primeros encuentros con Davison: “Durante la primera lectura y los primeros ensayos él no estaba y yo intuía que era porque ya estaba muy grande y había que cuidar su energía. Esta ausencia inicial volvió un poco más mítica su figura. Yo lo admiraba porque lo había visto interpretando a Hugh Hefner en Memorial y lo percibía como un hombre lleno de energía, lleno de vida, muy carismático y divertido. Me sorprendió mucho cuando llegó a los ensayos su quietud y su silencio, en contraste con los personajes que lo vi interpretar. Él no se movía ni decía nada, a menos que fuera su turno de actuar. Era un ser completamente zen. Era muy respetuoso y cálido. Todos los días, antes de entrar a escena íbamos a apretarle la manita para desearle una buena función. Ese primer contacto fue así, de verlo y cuidar al Maestro, tomarlo de la mano y acompañarlo al final a recibir los aplausos, porque ya era un hombre muy grande de edad. Había una distancia con ese ser mítico que tenía su propio camerino y aguardaba su momento de salir y actuar.”

Poco después, ese ser mítico de quien lo separaban más de seis décadas, se reveló como un ser humano memorable y definitivo para ella y su trayectoria principiante. Mar fue invitada a ser su compañera de escena en la segunda temporada de La exageración.

“El ritual consistía en llegar dos horas antes, repasar la obra completa en texto mientras calentábamos, él sentado en su sillita, moviendo sus piecitos y sus articulaciones. Esto concluía conmigo pintándole un corazón con lápiz labial en el pecho. Él me pedía que yo revisara su vestuario y luego hacíamos ejercicios de contacto y repasábamos la danza que hacíamos en escena. A este ritual se iban sumando cosas, como que yo le preparara su taza de agua y él empezara a regalarme un chocolate en cada ensayo: a veces Snickers, a veces Toblerone. Y traía también una botella de vodka de La Alianza, que jamás se tomaba en escena: la llevaba a su casita, para su soledad”.

La exageración, ejemplo mayor de lo que puede ser un homenaje absoluto que va más allá de diplomas y estatuillas, fue el último trabajo de Mauricio Davison. Olguín recuerda que, una vez atenuada la primera etapa de la pandemia, fueron invitados al foro La Locomotora de Oaxaca, en donde el histrión ofrecería su último momento en escena. Fue el cierre perfecto a una vida completa ofrendada al escenario. “Mauricio siempre estuvo lejos de cualquier falsaísmo o autocelebración. Vivía con una enorme sencillez y autenticidad su oficio. No lo vimos en tv o medios que le permitieran un medio de subsistencia más acorde a lo que él merecía en términos de su talento y saberes”.

“Eligió un tipo de vida totalmente heterodoxa, pero siendo fiel a sí mismo y a una manera de ser actor”, declara Olguín y Hevia complementa: “Se le tildaba de exagerado, de sobreactuado, pero él jamás frivolizó su profesión, al contrario. Era un hombre muy creativo y muy libre en su interpretación y eso a mi me encanta”.

Davison logró lo que pocos actores: mantenerse vigente hacia el final de su vida y entrar en contacto con las más nuevas generaciones de actores y, por supuesto, de espectadores.

En ambos casos, como lo constata Mar, dejó huella: “Lo que él hacía era cuidar su energía para hacer pleno uso de ella en la escena, por eso estaba en silencio constantemente y hacía todo con mucha calma. Supe que había dejado de fumar varios años atrás y que lo había hecho por su salud y por la escena. Todo era por el bien de actuar, que era lo que más le gustaba en el mundo. Todo su hacer fuera de ficción estaba enfocado en volver a ella. Eso me sigue conmoviendo mucho. Yo lo veía y pensaba que debió ser un hombre muy activo, muy coqueto y lleno de energía y que a mí me había tocado conocerlo en una etapa zen. Y me pasaba mucho tiempo imaginándolo”.

Cuando la tarde del jueves 30 de junio se esparció la noticia del fallecimiento del “actor de Gurrola”, del “actor exagerado”, la comunidad teatral presentó su respeto y, de manera muy peculiar, los encargados de recibir las principales condolencias fueron los miembros de Teatro El Milagro, encabezado por Olguín y Gabriel Pascal, ya que al final del día, esta fue la casa teatral que acogió a Mauricio Davison en su vejez y en el que probablemente fue el punto más alto de su impecable trayectoria artística, pues pocos actores tienen la oportunidad de continuar siendo cabeza de reparto, con personajes demandantes, a los 80 años de edad.

“La última vez trastabilló en escena. Yo temblé. Dio dos o tres pasos en falso y se mantuvo. Y lo que vi fue a alguien con el linaje de un árbol enraizado y dije: a este hombre no lo tira nada”, apunta Olguín.

Y es que esas fuerzas que Olguín vio salir de la tierra, tenían un anclaje en los cielos: “Davison fue piloto aviador, volaba avionetas y siempre que veía su tremenda serenidad en escena, me hacía pensar que venía de la adrenalina del aviador. Él comparaba el oficio de actor con el oficio de piloto, que si no tienes esa serenidad frente a esa adrenalina, es muy fácil que de pronto te estrelles”.

Evidentemente, mantuvo el vuelo con arrojo para él y seguridad para todos sus tripulantes y pasajeros…

Por Enrique Saavedra, Fotos:

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