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LA ÚLTIMA CINTA DE KRAPP: El silencio que traspasa las palabras



Por Alegría Martínez/ Con paso cansado, se acerca a su escritorio el hombre que resguardó mediante el sonido de su voz, la evocación de instantes que a la distancia de años reviven sensaciones, temperaturas, roces, paisajes, emociones, sonidos y silencios.

Luis de Tavira protagoniza, La última cinta de Krapp de Samuel Beckett, bajo la meticulosa dirección de Sandra Félix, con diseño escenográfico y de iluminación de Philippe Amand y vestuario de Jerildy Bosch, en un montaje que apela a la atención del espectador para viajar a través de la voz, a la vida de un hombre que hace años fue joven y que se deja sacudir por su memoria.

Sobre una breve plataforma al centro del escenario, un antiguo escritorio ostenta una grabadora de carrete. Detrás una silla, como único mobiliario, será ocupada por Krapp la mayor parte del tiempo, fuera de cortos trayectos en que camina hacia el fondo, bajo la luz tenue de una hilera de lámparas que iluminan un estrecho pasillo en semi penumbra, como si anduviera en un puente colgante que lo lleva del presente al pasado.

Como actor, Luis de Tavira pone en práctica sobre la escena su cátedra de actuación y da cuerpo y sustancia a su afirmación de que “Interpretar es crear”, frase que también da título a una de sus publicaciones sobre este arte.

A diferencia de cuando interpretó al llamado Padre del psicoanálisis, en La última sesión de Freud, y al pastor Marcos en La fundamentalista, montajes en los que formó parte del elenco con Álvaro Guerrero en la obra de Mark St. Germain y con Aurora Cano en la obra de Juha Jokela, en La última cinta de Krapp, Luis de Tavira despliega a placer su registro actoral.

En medio de una soledad que se diluye paulatinamente al escuchar la grabación de su propia voz en su cumpleaños número 39, el personaje es atravesado sensiblemente por sus vivencias, mismas que el espectador percibe a partir de los gestos, las manos, la mirada de este ser humano que viaja en el tiempo hasta la evocación de aquel que dejó de ser, mientras revive, como si pudiera estar de nueva cuenta ahí, la ocasión en que amó a cielo abierto.

El personaje está en su sótano, con una edad que se percibe mayor o menor según los recuerdos, a partir de una historia en fragmentos que el actor comparte al crispar sus manos en el aire, al rebobinar las cintas que lo acicatean, al juzgar duramente a aquel joven, con la mirada de quien se ha transformado con el paso del tiempo.

Ahí, ante su escritorio, el personaje siente de nuevo sus pérdidas y trae al presente su pesadilla de escritor, las ventas, los cobros, los montos y más allá de hechos comunes, alguna mentira piadosa, mientras su mirada viaja perdida en el asombro.

La obsesión y la desesperación encuentran salida vía los dedos de una mano que adelanta y atrasa la grabación como si quisiera impulsivamente entrar y salir de episodios vividos, sujetarse a la memoria como un náufrago.

La voz grabada del joven Krapp contrasta con la del viejo que interrumpe, reclama, critica, rechaza, juega, se solaza y se arrepiente meciéndose en las palabras como si se tratara de una partitura en la que privara el silencio junto con la palabra silencio, entre los sonidos que detonan imágenes y emociones dormidas.

La acción de esta obra, escrita por Beckett en 1958, transcurre por completo en el cuerpo del actor. A diferencia de aquellos montajes que hacen intuir al espectador que no habrá sorpresas, ni mayor acción que la observada, -con lo que se da licencia para desviar su atención del escenario-, aquí los sucesos provienen de un caudal incesante de acontecimientos internos que sorprenden al personaje desde el trabajo actoral y entonces al espectador. El rostro del actor se transforma, sus movimientos se fracturan, imantados a una cinta que gira, avanza y se suelta a ratos, como si tuviera vida propia.

La esencia, el dolor que le dejaron un perro y una pelota negra el día que murió su madre, hunden al personaje en un arrepentimiento poético. Krapp se encuentra en su soledad, rodeado de presencias.

El recuento de un 40 por ciento de vida gastada en el bar, el eco de un canto que le sembró dudas sobre el propio. Los planes, la pasión, el sexo, el humor y la gracia arrastrada por ciertas palabras, incluida la claridad entre oscuridad y tempestades rozadas por destellos de fuego, envuelven ratos oscuros, gozosos y recurrentes que extreman el silencio “como si la tierra estuviera deshabitada”, expresa Krapp, quizá ante la conjugación continua de muerte y vida.

El montaje de Sandra Félix, en equipo con Philipp Amand, Jerildy Bosch y Luis de Tavira, viejos conocidos que unen su trabajo, su amistad y su amor al teatro, es una experiencia valiosa que exige atención, calma y escucha, como lo pide la obra de Beckett, que no admite ruido interno ni distracción, a cambio de abrirle paso a la oportunidad única de descifrar el silencio que traspasa las palabras.

La obra se presenta los sábados y domingos hasta el 11 de septiembre en el Foro La Gruta del Centro Cultural Helénico, consulta horarios y precios, aquí.

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