Por Saúl Campos/Henrik se ha hecho llamar el hombre que se ha dado cita en el teatro, para contar su historia a la sala reunida. Una en la que la figura de una madre recién muerta, traumas de la infancia, irregularidad laboral y acceso a lo peor del internet para distracción a los más infames pensamientos, se unen a la mesa que el propio ha decorado, y sobre la que servirá en cualquier momento un plato fuerte, firme de sabor, uno que quizás pueda recordar a un humano por su perfume… o por la escena previa que el anfitrión tienen para relatarnos.
Por segunda vez en menos de tres años, Un acto de comunión, de Lautaro Vilo, vuelve a la cartelera mexicana, esta vez bajo la dirección de Julio César Luna, quien se aleja de la propuesta que conocimos hace unos años de la mano de Belén Aguilar, para contarnos la historia de este peculiar personaje desde un punto más sencillo en producción, escenotecnia breve y una orientación actoral sin duda más cargada a escarbar en las tinieblas del texto para hallar su verdad escénica.
A través de la historia de Henrik vamos encontrándonos con una persona que ha abrazado la soledad en demasiadas ocasiones, y que, en medio de su último peldaño, se va sumiendo en una serie de caminos sin retorno, donde los resultados van despegando al ser humano de su cuerpo para transformarlo en un monstruo capaz de satisfacer sus más impuros deseos en medio de un montón de recursos macabros.
Luna propone una dirección en la que todo se recarga en su actor, llevándolo a su tono fonético más grave, para que desde ahí ejecute todo el monólogo, sin lugar a pausas, sino gastando todo el aire sin respiraciones intermedias y retomando a partir de esa última exhalación para continuar. Este extremo en el que pone al ejecutante, va construyendo una tensa escala en la manera que se va desenvolviendo la trama, aunque sin duda, el nulo apoyo de la iluminación, que decide llevar toda la primera parte del montaje mediante una luz de ambiente tenue que no hace énfasis en la intimidad del texto, provoca que se vuelva tediosa y aburrida hasta el primer giro de tuerca.
Tras la concentración de todo en el actor, Antón Araiza se ve obligado a construir un personaje que va degradándose cada vez más en su mente sin dar tregua para la estabilidad emocional, un personaje que cuenta su historia con la esperanza de generar empatía, pero que a medida que avanza el texto, va confirmando su desequilibrio a la audiencia, la cual no dudará en sentirse en riesgo de compartir la sala con un psicópata de hechura y talla.
Sin duda la actuación de Araiza rebasa todo aquello que conocíamos del actor en cuanto a rango actoral y lo coloca frente a un reto superado que encarna la psique confundida, junto a una seguridad autista tan densa, que provocan perder al actor de un personaje totalmente inesperado y que inspira miedo profundo.
Un acto de comunión, sucede como una experiencia teatral retadora y fascinante en más de un aspecto, que se aleja de cualquier expectativa y cumple con creces su misión originada en el texto.
Las funciones son en el Teatro El Granero Xavier Rojas del Centro Cultural del Bosque hasta el 10 de marzo, consulta precios y horarios, aquí.
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