Fotos: Logan García
Por Saúl Campos/Tres personas de diferentes nacionalidades, niveles socioeconómicos, culturas y creencias han muerto y sus acciones los tienen con acceso directo al infierno. En este, serán recibidos por un botones que les indicará sus aposentos finales dentro de una calurosa habitación roja, sin más que una horrenda estatua decorada, un abrecartas, un timbre de uso poco práctico y tres asientos con diferentes estilos para cada uno. Al pasar del tiempo, la tediosa idea del castigo divino irá dejando ver de a poco su verdadera naturaleza, haciéndole saber a estas pobres almas que auténticamente el infierno reside en la compañía y pensamientos de quienes nos rodean en él.
El clásico de Jean Paul Satre, A Puerta Cerrada, recibe un baño de contemporaneidad y llega bajo la dirección de Enrique Singer al Teatro San Jerónimo Independencia. Con un elenco encabezado por Blanca Guerra, Adriana Llabrés, Alejandro Camacho y Paulina Soto, quienes se unen a la disertación sobre cómo el verdadero infierno quema desde dentro, más que los clichés de fuego eterno y trinchetes.
Y aunque la intención inicial de la puesta en escena pareciera explorar la idea del verdadero castigo a las almas, desde un aparatado contemplativo bastante interesante, ante una trama que por demás es considerada un verdadero clásico en la literatura, el resultado final termina bastante alejado de la premisa, sosteniendo al montaje desde un terreno donde impera el diálogo, pero no construye conversación alguna.
Fragmentando los elementos, descubrimos en primer lugar la escenografía de Jorge Ballina, que a partir de un frío e impersonal mármol, que da vuelta al concepto del infierno al teñirse de rojo, va sometiendo a la audiencia a la presión monótona de un espacio que de solo verse, se puede identificar como un sitio indeseable y de cierta manera hipnótico, que a medida que avanza va reduciéndose y consumiéndolo todo. Sin duda un gran acierto por parte del escenógrafo, que provoca una reacción orgánica entre el texto y tono de la obra. Aunque bien, la iluminación podría ser más arriesgada y no solo pasar del sobre expuesto a spots sobre negros, sino permitirse jugar aún más con los claroscuros que el movimiento mismo del dispositivo escénico provoca.
La dirección de Singer no logra capturar con la misma inmediatez lo que sucede visualmente con lo que aborda y proyecta el texto. Bajo un tono que parece bailar entre la farsa, el naturalismo y el vaudeville, los tratados que impulsa la obra aparecen más como una serie de argumentos sin lógica que terminan de cuajar hasta los últimos quince minutos de la puesta y que gracias a su lento ritmo van excluyendo a su audiencia del entendimiento final.
Ante un desnivel actoral, en el que los titulares se encuentran cada uno frente a la batalla personal de la sobreactuación y la monotonía al ejecutar sus líneas, es sin duda Adriana Llabrés quien destaca inevitablemente al desarrollar un personaje complejo, lleno de matices interesantes y que dejan en claro que el encanto de la maldad corresponde totalmente a la creencia de un infierno como último destino para los mortales.
A Puerta Cerrada aparece como una opción en cartelera óptima para disfrutar de ciertos elementos teatrales en juego, y que podrá llegar a emocionar a aquellos amantes de la filosofía que quieran analizar a Sartre de primera fuente.
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