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EMILIA Y SU GLOBO ROJO: La ciudad toma el escenario



Por Eugenio Fernández Vázquez/ Hay veces en que, más que la historia en sí, lo que importa es el recorrido que permite, y eso es lo que vale la pena de Emilia y su globo rojo. El argumento es sencillísimo. Como indica el título, Emilia encuentra un globo rojo, que quedó atado en una farola de la Ciudad de México. Lo lleva a casa y lo cuida, pero lo pierde a manos de un bully de su colonia, hasta que más tarde lo recupera. No hay más, pero eso permite a Esmeralda Peralta, directora artística y coautora, con Leticia Negrete, del libreto de la obra, dar un paseo por la Ciudad de México muy entrañable, en el que los niños pasan un muy buen rato.

Una escenografía muy bella, que reproduce las texturas de acuarela y el trazo juguetón de muchos libros infantiles, marca el tono de la estética de todos los personajes que de ella se desprenden para acompañar a Emilia. Ahí están, siempre de gris aunque no dejen nunca de brillar, el paletero y el barrendero, con sus campanas; los altavoces del vendedor de tamales oaxaqueños y de la chica que pide colchones, refrigeradores, estufas y toda clase de fierro viejo que vendan, y el camotero y el señor de los globos con sus silbatos.

Entre todos, traen a escena la ciudad completa, y ayudan a los niños a dar forma definida a cantos y sonidos que en el día a día se pierden. Eso es en gran parte lo que busca la obra, y lo logra muy bien. Trae al primer plano esa otra dimensión de la Ciudad de México, más humana y más cotidiana, que recorremos todos los días pero que a veces queda oculta y opacada por la estridencia de las luces de autos y microbuses, y por sus claxonazos. Con ello pone ante los niños la ciudad que viven y que los rodea.

La música original de Íker Madrid y el uso de recursos muy variados -desde la proyección de un fragmento de una vieja caricatura, hasta un divertido número musical a cargo de los gatos del vecindario- ayudan a que los niños no se impacienten y, al contrario, rían y disfruten esa hora de estar sentados y quietos.

Para los adultos, en cambio, lo que más se disfruta está fuera del escenario, en las butacas. El teatro infantil, y sobre todo sus espectadores más pequeños, tienen regalos ocultos para los grandes. Ver el asombro y la maravilla de los niños es un placer, y esta otra forma de ir al teatro, en la que se relaja un poco la barrera que separa al público y a los actores, es una bocanada de aire fresco. Los suspiros, los aplausos y algún llanto sorprendido por alguna desgracia en escena, son todos muy bienvenidos en un momento en que tanta falta nos hace el contacto con los demás y con nosotros mismos, en el que hay que rescatar la capacidad de maravillarse.

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