Por Enrique Saavedra/ En Beckett hay nada. Y eso ya significa un todo. En su segunda obra maestra, “Fin de partie” o “Endgame”, el máximo autor irlandés aborda el momento último, el final de los tiempos, el apocalipsis de un mundo exterior que sucede mientras el viejo Hamm y su eterno esclavo Clov permanecen enclaustrados en algo que parece un refugio del mundo… o de sí mismos. Y esto mismo sucede en esta adaptación metateatral y transgresora de uno de los dos clásicos transgresores del teatro universal (el otro, sobra decirlo, es Esperando a Godot).
El dramaturgo y director Manuel Domínguez, oriundo de Ensenada y afincado en Xalapa, vuelve a apostar por este texto de Beckett, deconstruyéndolo para recrear, valiéndose del teatro mismo, la metáfora de la búsqueda del sentido de lo que somos y hacemos en este universo –y, por ende, en el teatro–. En escena están los cuatro personajes de la obra, pero solamente hay dos actores. Hay alguien más: una joven que interactúa de extraña manera primero con el público y después con los dos actores que de vez en vez se ven forzados a interrumpir su actuación, su verdad escénica.
Domínguez acorta, sintetiza, revierte o parafrasea los textos originales (no se nos aclara qué traducción se usa y eso sería importante conocerlo) y carga el peso en la mancuerna -que más como entes teatrales- que como personajes desarrollan Roldán Ramírez y Carlos Rodríguez. Meraqui Pradis está con ellos y su presencia es un justo y grato equilibrio. Carlos, aunque nos presenta a un creíble Clov pleno de ira contenida, tiene su mejor momento en sus explosiones como actor harto y desconcertado. Gracias a él la frontera entre ficción y rompimiento jamás se aclara.
Junto con Lear, Hamm es el personaje anhelado por los actores que han llegado a una edad y trayectoria venerables. Aquí es interpretado por un joven y sólido actor cuya inagotable energía le permite construir un personaje –compuesto por varios personajes, incluidos los padres de Hamm– en el que parece habitar todo el desasosiego del mundo y, aún así, cabe en él un sutil encanto que parece anunciar cierta esperanza dentro del apocalipsis. Al estupendo trabajo de Roldán solo le falta, porque lo merece, rematar con los diálogos finales de Beckett. Pero el final de esta partida es otro.
Lo que propone Manuel Domínguez es muy arriesgado y, paradójicamente, muy honesto. Y eso es lo que se aplaude y agradece, pues desde una manufactura más underground que independiente, este montaje suma atractivos que ya desearía más de una obra que se anuncia como transgresora o de verdad absoluta. En esta partida lo que sigue importando es la diversión. Sí: porque no hay nada más divertido que la infelicidad, ¿verdad, Samuel Beckett?
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