Por Oscar Ramírez Maldonado /
Una anécdota poco convencional, pero sencilla, es capaz de generar una profunda exploración sobre la complejidad en las relaciones de poder, tanto en el ámbito individual y de pareja como en el colectivo. Este es el caso de El amante, obra escrita en 1963 por el Premio Nobel de literatura 2005, Harold Pinter. El día de ayer una puesta en escena sobre este texto del dramaturgo inglés fue reestrenada en un Teatro Helénico totalmente lleno.
Marina de Tavira y Antonio Rojas interpretan a Sarah y Richard, una pareja que después de diez años de matrimonio ha encontrado una fórmula para evitar el hastío. La presencia de un amante y una prostituta en sus vidas hasta el día de hoy les ha funcionado para canalizar sentimientos, conflictos y el tedio.
Desde el primer instante de esta puesta en escena, bajo la dirección de Iona Weissberg, el ritmo de las actuaciones fluye, aparentemente sin esfuerzo. Sarah limpia el departamento mientras baila con la música, Richard sale del dormitorio y entra en la habitación que Sarah limpia, se despide de su esposa y se marcha al trabajo. Una escena cotidiana en la vida de esta pareja poco convencional. Las situaciones que Pinter escribió en su texto, que durante todo la función tocan la comedia, permiten a Marina de Tavira y Antonio Rojas desenvolverse de manera natural, lo cual es un decir, pues el texto exige de quienes lo representan un sutil toque de farsa (por llamarlo de alguna forma, pues las interpretaciones se mantienen en ese límite, justo lo necesario sin perderse en el exceso); es justo destacar que ambos actores lo hacen de manera espléndida.
Marina de Tavira, en el papel de Sarah, logra sus transiciones entre esposa y amante de manera deliciosa; Antonio Rojas en su papel de Richard es sólido, hace del absurdo algo convincente. Y es que no es menor cosa, a Pinter se le ha relacionado siempre con el llamado Teatro del Absurdo del cual, al lado de Ionesco, Becket y Genet, se le considera uno de sus máximos exponentes. Sobre este particular, Iona Weissberg señala que esta concepción siempre le ha resultado “incómoda”, debido a que las propuestas teatrales de estos autores, señala la directora, son “extremadamente disímiles como para agruparlos en una sola corriente”.
Directora y elenco dan en el clavo, esto no es ningún secreto, la propia directora explica que durante los ensayos de esta puesta se encontraron con “un texto muy tramposo”; el secreto para no perder los significados de los diálogos que Pinter escribió, ni caer en un ritmo monótono, lento o pedante, es la “ambigüedad”. “Los momentos tienen que ser claros para los actores y sin embargo resultan turbios y paradójicos para el público. Como la relación entre Richard y Sarah: ambigua, turbia, paradójica”, afirma Weissberg.
Apoyados en el excelente trabajo escenográfico de Sergio Villegas; el efectivo diseño de iluminación de Matías Gorlero, que va marcando la pauta temporal y emocional de los personajes; y el magnífico trabajo musical de Mario Santos; Marina y Antonio cumplen con creces, provocando constantemente la risa del público.
Pero no me mal interpreten, los actores logran esto sin perder de vista el objetivo de esta obra. Todo fluye, nosotros, el público, reímos; ellos, los actores, disfrutan mientras representan. Sin embargo, por debajo del texto y de las actuaciones algo subyace, algo que se mantiene presente y amenaza con estallar por debajo de la comedia aparente.
No por nada, precisamente esta capacidad de Pinter de colocar campos minados en sus textos es en parte lo que en 2005 lo hizo acreedor del Nobel: “en sus obras se descubre el precipicio bajo la irrelevancia cotidiana y las fuerzas que entran en confrontación en las habitaciones cerradas”, apuntó entonces la Academia Sueca.
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