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Los delitos de las palabras: La última palabra



Palabra 1Por Saúl Campos/ Tres magistrados y la secretaria de sala se han reunido para darle un veredicto final a un caso de homicidio. Una mujer ha asesinado a su marido tras soportar varios episodios de violencia por parte de él. Los hombres reunidos han fijado una postura, defenderla será el deber de cada uno para esclarecer los límites entre soportar los golpes y la manera correcta para defenderse a estos, analizando cada motivo, intención y palabras por parte de la víctima ante su delito.

Resulta bastante interesante la circunstancia que propone La Última Palabra de Luis Agustoni, más aún cuando los casos y protestas en contra de la violencia de género han visto un ascenso apabullante durante los últimos meses en México y el mundo. ¿Qué mejor manera para abordar temáticas sociales actuales que el teatro? Bueno, en este caso la resolución bien podría haber sido una monografía.

Al escuchar el texto de Agustoni, los momentos de comedia brotan por encima de la tensión que debiera ocasionar. Desgraciadamente esta comedia involuntaria es ocasionada por las contradicciones al discurso que tiene el autor, resultando pues que lo mismo empodera la figura femenina, planteando una vía necesaria para la igualdad, como apunta comentarios machistas dándoles validez y peso.

Siendo la violencia de género algo tan complejo para su análisis, dado los diferentes elementos en torno a esta que deben considerarse, el autor prefiere irse por la vía melodramática y centrar todo en los motivos del corazón de la víctima y los impulsos humanos de cada personaje a la hora de sustentar una opinión. Si a esto le sumamos que los datos duros llueven cual si se tratara de la versión escénica del mes de mayo, el texto termina por ser irregular y poco serio.

Desgraciadamente, la experiencia teatral que esta obra propone no tiene realmente un punto de equilibrio, excepto quizás los momentos en los que Adriana Llabrés y Víctor Huggo Martín logran dar los chispazos necesarios (dada su factura actoral) frente a una dirección (a cargo de Angélica Aragón) plana, en la que no pasa nada y se centra en estereotipar y llenar de clichés a los personajes.

El cuadro lo completan Pablo Perroni y Roberto D’ Amico, logrando un equipo que lejos de sentirse homogéneo baila entre estilos y manierismos. Pareciera que la directora prefirió centrarse en los últimos actores mencionados y dejó a los dos primeros trabajar solos, lo cual se antoja irresponsable dado que es evidente en escena que una obra de ensamble, cómo lo es esta desde su estructura (pues todos los personajes están a la par), se convirtió en dos actores principales y dos secundarios.

La calidad de la producción tristemente se pierde en la inmensidad del escenario del Teatro Helénico. Una sala de juicios abordada en su diseño de forma literal, que encuentra en sus detalles y en la iluminación a sus peores enemigos, pues evidencia la ausencia de calidad y no genera ningún juego interesante o contraste a los vestuarios elegidos. No hay verdad escénica que logre habitarlo y llenarlo para transmitirlo al público y mantenerlo al borde del infarto con la tensión que la puesta debería provocar; o bien, sumergirlo al juicio de la ficción para generar conciencia en la realidad.

La Última Palabra debe ser un montaje que revele un auténtico momento de confrontación y raciocino, no una demostración de egos y banalidades que traten de salvarse girándose rosas al final. Cuando el teatro propone confrontar el contexto social, el compromiso de elaboración e investigación debe prevalecer, para que la historia se cuente a partir de ahí. No solo hacer acompañamiento, eso es ser irresponsable con la profesión y las problemáticas que como individuos podemos cambiar en conjunto.

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